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Miguel Hernandez



LAS ABARCAS DESIERTAS



Por el cinco de enero,
cada enero ponía
mi calzado cabrero
a la ventana fría.

Y encontraban los días,
que derriban las puertas,
mis abarcas vacías,
mis abarcas desiertas.

Nunca tuve zapatos,
ni trajes, ni palabras:
siempre tuve regatos,
siempre penas y cabras.

Me vistió la pobreza,
me lamió el cuerpo el río,
y del pie a la cabeza
pasto fui del rocío.

Por el cinco de enero,
para el seis, yo quería
que fuera el mundo entero
una juguetería.

Y al andar la alborada
removiendo las huertas,
mis abarcas sin nada,
mis abarcas desiertas.

Ningún rey coronado
tuvo pie, tuvo gana
para ver el calzado
de mi pobre ventana.

Toda la gente de trono,
toda gente de botas
se rió con encono
de mis abarcas rotas.

Rabié de llanto, hasta
cubrir de sal mi piel,
por un mundo de pasta
y un mundo de miel.

Por el cinco de enero,
de la majada mía
mi calzado cabrero
a la escarcha salía.

Y hacia el seis, mis miradas
hallaban en sus puertas
mis abarcas heladas,
mis abarcas desiertas.



Rubén Darío


Caracol



En la playa he encontrado un caracol de oro 
macizo y recamado de las perlas más finas; 
Europa le ha tocado con sus manos divinas 
cuando cruzó las ondas sobre el celeste toro. 

He llevado a mis labios el caracol sonoro 
y he suscitado el eco de las dianas marinas, 
le acerqué a mis oídos y las azules minas 
me han contado en voz baja su secreto tesoro. 

Así la sal me llega de los vientos amargos 
que en sus hinchadas velas sintió la nave Argos 
cuando amaron los astros el sueño de Jasón; 

y oigo un rumor de olas y un incógnito acento 
y un profundo oleaje y un misterioso viento... 
(El caracol la forma tiene de un corazón.)







Mariano José de Larra


Anacreóntica de Mariano José de Larra

¿Por qué, si te hizo bella,       
más pura que la aurora,       
el ciego Dios de Gnido,       
más que su madre hermosa,       
por qué de enojo y rabia   
tu frente se colora       
cuando al descuido un beso       
mi labio al tuyo roba?       
Si late henchido el pecho       
del fuego que atesora,   
si tus bullentes pomas       
al juego me provocan,       
¿querrás que nunca necio       
la timidez deponga,       
y el corazón sofoque   
la llama en que rebosa?       
Si quieres que respete       
tu boca encantadora,       
deja, Célida, luego,       
deja de ser hermosa,   
¿no ves cómo atrevida       
la hiedra vigorosa       
al olmo se entrelaza       
con osadía loca?       
En vano de su triunfo 
el noto la despoja,       
en vano la rechaza       
el ábrego que sopla.       
¿No ves cómo animada       
esfuerzos mil redobla 
y sube sin respetos       
hasta abrazar la copa?       
El laso caminante       
perdido que se embosca,       
que con la sed ardiente 
el crudo can agobia,       
si siente allí cercana       
la fuente bullidora,       
¿ves al raudal sonante       
cual sin temor se arroja? 
Por más que la corriente       
oiga murmuradora,       
el labio seco aplica       
sobre las puras ondas.       
¿O ya a la abeja nunca 
cabe a la esbelta rosa       
de su capullo abierto       
ves respetar las hojas?       
No más tu rostro airada       
con gravedad compongas, 
por más que en tus mejillas       
mi ardiente labio ponga.       
Ni deja más señales,       
cruel, mi ardiente boca,       
cuando atrevidos labios     
a tus carmines tocan,       
que por el éter puro       
el ave voladora,       
o el plomo despedido       
que por su mal le corta,     
que deja impresa huella       
en las fugaces olas,       
frágil barquilla osada       
que por los mares boga,       
ni es fácil que Lisardo,     
que tus caricias goza,       
de extraño labio aleve       
la huella reconozca.       
Que el beso fugitivo       
en la ocasión dichosa,     
tan luego cual se imprime,       
tan luego ya se borra.       
Mas si el rigor insano       
de tu venganza loca,       
ni ya mis besos quiere,     
ni el dártelos perdona,       
devuélveme, Celida,       
el que te di yo ahora,       
y en paz quedemos luego       
y a tu amistad me torna.




Pablo Neruda


Poema XX.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: “La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos.”
El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oir la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.
Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.
Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.
La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el ultimo dolor que ella me causa,
y estos sean los últimos versos que yo le escribo.



Juan Margarit


La carta

Mirabas siempre hacia adelante
como si allí estuviese el mar. Creabas
de esta manera un movimiento de olas
ajeno y mítico en alguna playa.
Nos unía la fuerza peligrosa
que da al amor la soledad.
Aún hace temblar entre mis dedos,
de forma imperceptible este papel.
Camino abandonado entre tú y yo,
cubierto por las cartas, hojas muertas.
Pero sé que el camino persiste.
Si abandono la mano sobre el pequeño fajo,
la siento descansar sobre tu espalda.
Solías escuchar hacia adelante
como si allí estuviese el mar, ya transformado
en una voz cansada, ronca y cálida.
Poco nos une aún: sólo el temblor
de este papel tan fino entre los dedos.



Francisco de la Torre


La cierva

Doliente cierva, que el herido lado
De ponzoñosa y cruda yerba lleno,
Buscas el agua de la fuente pura,
Con el cansado aliento y con el seno
Bello de la corriente sangre hinchado,
Débil y decaída tu hermosura:
¡Ay! que la mano dura
Que tu nevado pecho
Ha puesto en tal estrecho,
Gozosa va con tu desdicha, cuando
Cierva mortal, viviendo, estás penando
Tu desangrado y dulce compañero,
El regalado y blando
Pecho pasado del veloz montero;

Vuelve cuitada, vuelve al valle, donde
Queda muerto tu amor, en vano dando
Términos desdichados a tu suerte.
Morirás en su seno, reclinando
La beldad, que la cruda mano esconde
Delante de la nube de la muerte.
Que el paso duro y fuerte,
Ya forzoso y terrible,
No puede ser posible
Que le excusen los cielos, permitiendo
Crudos astros que muera padeciendo
Las asechanzas de un montera crudo,
Que te vino siguiendo
Por los desiertos de este campo mudo.

Mas ¡ay! que no dilatas la inclemente
Muerte, que en tu sangriento pecho llevas,
Del crudo amor vencido y maltratado;
Tú con el fatigado aliento pruebas
A rendir el espíritu doliente
En la corriente de este valle amado.
Que el ciervo desangrado,
Que contigo la vida
Tuvo por bien perdida,
No fue tan poco de tu amor querido,
Que habiendo tan cruelmente padecido,
Quieras vivir sin él, cuando pudieras
Librar el pecho herido
De crudas llagas y memorias fieras.

Cuando por la espesura deste prado
Como tórtolas solas y queridas,
Solos y acompañados anduvistes;
Cuando de verde mirto y de floridas
Violetas, tierno acanto y lauro amado,
Vuestras frentes bellísimas ceñistes;
Cuando las horas tristes,
Ausentes y queridos,
Con mil mustios bramidos
Ensordecistes la ribera umbrosa
Del claro Tajo, rica y venturosa
Con vuestro bien, con vuestro mal sentida;
Cuya muerte penosa
No deja rastro de contenta vida.

Ahora el uno, cuerpo muerto lleno
De desdén y de espanto, quien solía
Ser ornamento de la selva umbrosa,
Tú, quebrantada y mustia, al agonía
De la muerte rendida, el bello seno
Agonizando, el alma congojosa;
Cuya muerte gloriosa,
En os ojos e aquellos
Cuyos despojos bellos
Son victorias del crudo amor furioso,
Martirio fue de amor, triunfo glorioso
Con que corona y premia dos amantes
Que del siempre rabioso
Trance mortal salieron muy triunfantes.

Canción, fábula un tiempo, y caso ahora
De una cierva doliente, que la dura
Flecha del cazador dejó sin vida,
Errad por la espesura
Del monte, que de gloria tan perdida
No hay sino lamentar su desventura.



Baltasar del Alcázar


Una cena

En Jaén, donde resido,
Vive don Lope de Sosa,
Y diréte, Inés, la cosa
Más brava de él que has oído.

Tenía este caballero
Un criado portugués...
Pero cenemos, Inés,
Si te parece, primero.

La mesa tenemos puesta,
Lo que se ha de cenar junto,
Las tazas del vino a punto,
Falta comenzar la fiesta.

Comience el vinillo nuevo,
Y échole la bendición;
Yo tengo por devoción
De santiguar lo que bebo.

Franco fue, Inés, este toque;
Pero arrójame la bota,
Vale un florín cada gota
De aqueste vinillo aloque.

¿De qué taberna se trajo?
Mas ya... de la del Castillo;
Diez y seis vale el cuartillo:
No tiene vino más bajo.

Por nuestro Señor, que es mina
La taberna de Alcocer;
Grande consuelo es tener
La taberna por vecina.

Si es o no invención moderna,
Vive Dios que no lo sé,
Pero delicada fue
La invención de la taberna.

Porque allí llego sediento,
Pido vino de lo nuevo,
Mídenlo, dánmelo, bebo,
Págolo y voyme contento.

Esto, Inés, ello se alaba,
No es menester alaballo;
Sólo una falta le hallo,
Que con la priesa se acaba.

La ensalada y salpicón
Hizo fin: ¿qué viene ahora?
La morcilla, ¡oh gran señora,
Digna de veneración!

¡Qué oronda viene y qué bella!
¡Qué través y enjundia tiene!
Paréceme, Inés, que viene
Para que demos en ella.

Pues sús, encójase y entre,
Que es algo estrecho el camino.
No eches agua, Inés, al vino;
No se escandalice el vientre.

Echa de lo tras añejo,
Porque con más gusto comas;
Dios te guarde, que así tomas,
Como sabia, mi consejo.

Mas di, ¿no adoras y precias
La morcilla ilustre y rica?
¡Cómo la traidora pica!
Tal debe tener especias.

¡Que llena está de piñones!
Morcilla de cortesanos,
Y asada por esas manos,
Hechas a cebar lechones.

El corazón me revienta
De placer; no sé de ti.
¿Cómo te va? Yo por mí
Sospecho que estás contenta.

Alegre estoy, vive Dios;
Mas oye un punto sutil:
¿No pusiste allí un candil?
¿Cómo me parecen dos?

Pero son preguntas viles;
Ya sé lo que puede ser:
Con este negro beber
Se acrecientan los candiles.

Probemos lo del pichel,
Alto licor celestial;
No es el aloquillo tal,
Ni tiene que ver con él.

¡Qué suavidad! ¡qué clareza!
¡Qué rancio gusto y olor!
¡Qué paladar! ¡qué color!
¡Todo con tanta fineza!

Mas el queso sale a plaza,
La moradilla va entrando,
Y ambos vienen preguntando
Por el pichel y la taza.

Prueba el queso, que es extremo,
El de Pinto no le iguala;
Pues la aceituna no es mala,
Bien puede bogar su remo.

Haz pues, Inés, lo que sueles,
Daca de la bota llena
Seis tragos; hecha es la cena,
Levántense los manteles.

Ya que, Inés, hemos cenado
Tan bien y con tanto gusto,
Parece que será justo
Volver al cuento pasado.

Pues sabrás, Inés hermana,
Que el portugués cayó enfermo...
Las once dan, yo me duermo;
Quédese para mañana.



Luis de Góngora


Letrilla

Ande yo caliente,
Y ríase la gente.
Traten otros del gobierno
Del mundo y sus monarquías,
Mientras gobiernan mis días
Mantequillas y pan tierno,
Y las mañanas de invierno
Naranjada y aguardiente,
Y ríase la gente.
Coma en dorada vajilla
El príncipe mil cuidados
Como píldoras dorados;
Que yo en mi pobre mesilla
Quiero más una morcilla
Que en el asador reviente,
Y ríase la gente.

Cuando cubra las montañas
De plata y nieve el enero
Tenga yo lleno el brasero
De bellotas y castañas.
Y quien las dulces patrañas
Del rey que rabió me cuente,
Y ríase la gente.

Busque muy en hora buena
El mercader nuevos soles;
Yo conchas y caracoles
Entre la menuda arena,
Escuchando a Filomena
Sobre el chopo de la fuente,
Y ríase la gente.
Pase a media noche el mar,
Y arda en amorosa llama
Leandro por ver su dama;
Que yo más quiero pasar
De Yepes a Madrigar
La regalada corriente,
Y ríase la gente.
Pues Amor es tan cruel
Que de Píramo y su amada
Hace tálamo una espada,
Do se junten ella y él,
Sea mi Tishe un pastel,
Y la espada sea mi diente,
Y ríase la gente.





Nicomedes Pastor Díaz


A la luna

Desde el primer latido de mi pecho,
Condenado al amor y a la tristeza,
Ni un eco a mi gemir, ni a la belleza
Un suspiro alcancé:
Halló por fin mi fúnebre despecho
Inmenso objeto a mi ilusión amante;
Y de la luna el célico semblante,
Y el triste mar amé.
El mar quedóse allá por su ribera;
Sus olas no treparon las montañas;
Nunca llega a estas márgenes extrañas
Su solemne mugir.
Tú empero que mi amor sigues doquiera,
Cándida luna, en tu amoroso vuelo,
Tú eres la misma que miré en el cielo
De mi patria lucir.
Tú sola mi beldad, sola mi amante,
Única antorcha que mis pasos guía,
Tú sola enciendes en el alma fría
Una sombra de amor.
Sólo el blando lucir de tu semblante
Mis ya cansados párpados resisten;
Sólo tus formas inconstantes visten
Bello, grato color.
Ora cubra cargada, rubicunda
Nube de fuego tu ardorosa frente;
Ora cándida, pura, refulgente,
Deslumbre tu mirar;
Ora sumida en soledad profunda
Te mire el cielo desmayada y yerta,
Como el semblante de una virgen muerta
¡Ah!. .. que yo vi expirar.
La he visto ¡ay, Dios! . . . Al sueño en que reposa
Yo le cerré los anublados ojos;
Yo tendí sus angélicos despojos
Sobre el negro ataúd.
Yo solo oré sobre la yerta losa
Donde no corre ya lágrima alguna . . .
Báñala al menos tú, pálida luna...
¡Báñala con tu luz!
Tú lo harás... que a los tristes acompañas,
Y al pensador y al infeliz visitas;
Con la inocencia o con la muerte habitas:
El mundo huye de ti.
Antorcha de alegría en las cabañas,
Lámpara solitaria en las rüinas,
El salón del magnate no iluminas,
¡Pero su tumba ... sí!
Cargado a veces de aplomadas nubes
Amaga el cielo con tormenta oscura;
Mas ríe al horizonte tu hermosura,
Y huyó la tempestad;
Y allá del trono do esplendente subes
Riges el curso al férvido Oceano,
Cual pecho amante, que al mirar lejano
Hierve, de tu beldad.
Mas ¡ay! que en vano en tu esplendor encantas;
Ese hechizo falaz no es de alegría;
Y huyen tu luz y triste compañía
Los astros con temor.
Sola por el vacío te adelantas,
Y en vano en derredor tus rayos tiendes,
Que sólo al mundo en tu dolor desciendes,
Cual sube a ti mi amor.
Y en esta tierra, de aflicción guarida,
¿Quién goza en tu fulgor blandos placeres?
Del nocturno reposo de los seres
No turbas la quietud.
No cantarán las aves tu venida;
Ni abren su cáliz las dormidas flores:
¡Sólo un ser . . . de desvelos y dolores,
Ama tu yerta luz! . . .
¡Sí, tú mi amor, mi admiración, mi encanto!
La noche anhelo por vivir contigo,
Y hacia el ocaso lentamente sigo
Tu curso al fin veloz.
Pásarte a veces a escuchar mi llanto,
Y desciende en tus rayos amoroso
Un espíritu vago, misterioso,
Que responde a mi voz. . .

¡Ay! calló ya... Mi celestial querida
Sufrió también mi inexorable suerte...
Era un sueño de amor, . . .Desvanecerte
Pudo una realidad.
Es cieno ya la esqueletada vida;
No hay ilusión, ni encantos, ni hermosura;
La muerte reina ya sobre natura,
¡Y la llaman . . .VERDAD!
¡Qué feliz, qué encantado, si ignorante,
El hombre de otros tiempos viviría,
Cuando en el mundo, de los dioses vía
Doquiera la mansión!
Cada eco fuera un suspirar amante,
Una inmortal belleza cada fuente;
Cada pastor ¡oh luna! en sueño ardiente
Ser pudo un Endimión.

Ora trocada en un planeta oscuro,
Girando en los abismos del vacío,
Do fuerza oculta y ciega, en su extravío,
Cual piedra te arrojó,
Es luz de ajena luz tu brillo puro;
Es ilusión tu mágica influencia,
Y mi celeste amor... ciega demencia,
¡Ay!. . . que se disipó.
Astro de paz, belleza de consuelo,
Antorcha celestial de los amores,
Lámpara sepulcral de los dolores,
Tierna y casta deidad,
¿Qué eres, de hoy más, sobre ese helado cielo?
Un peñasco que rueda en el olvido,
¡O el cadáver de un sol que, endurecido
Yace en la eternidad!



Manuel del Palacio


Amor oculto

Ya de mi amor la confesión sincera
Oyeron tus calladas celosías,
Y fue testigo de las ansias mías
La luna, de los tristes compañera.
Tu nombre dice el ave placentera
A quien visito yo todos los días,
Y alegran mis soñadas alegrías
El valle, el monte, la comarca entera.
Sólo tú mi secreto no conoces,
Por más que el alma con latido ardiente,
Sin yo quererlo, te lo diga a voces;
Y acaso has de ignorarlo eternamente,
Como las ondas de la mar veloces
La ofrenda ignoran que les da la fuente.



Ramón de Campoamor


¡Quién Supiera Escribir!

I
—Escribidme una carta, señor Cura.
—Ya sé para quién es.
—¿Sabéis quién es, porque una noche oscura
Nos visteis juntos? —Pues.
—Perdonad; mas . . . —No extraño ese tropiezo.
La noche . . . la ocasión . . .
Dadme pluma y papel. Gracias. Empiezo:
Mi querido Ramón:
—¿Querido? . . . Pero, en fin, ya lo habéis puesto . . .
—Si no queréis . . . —¡Sí, sí!
¡Qué triste estoy!  ¿No es eso? —Por supuesto
¡Qué triste estoy sin ti!
Una congoja, al empezar, me viene . . .
—¿Cómo sabéis mi mal?
—Para un viejo, una niña siempre tiene
El pecho de cristal.
¿Qué es sin ti el mundo? Un valle de amargura.
¿Y contigo? Un edén.

—Haced la letra clara, señor Cura;
Que lo entienda eso bien.
—El beso aquel que de marchar a punto
Te di . . .  —¿Cómo sabéis? . . .
—Cuando se va y se viene y se está junto
Siempre . . . nos os afrentéis . . .
Y si volver tu afecto no procura
Tanto me harás sufrir . . .

—¿Sufrir y nada más? No, señor Cura,
¡Que me voy a morir!
—¿Morir? ¿Sabéis que es ofender al cielo? . . .
—Pues, sí, señor, ¡morir!
—Yo no pongo morir. —¡Qué hombre de hielo!
¡Quién supiera escribir!

II
¡Señor Rector, señor Rector! en vano
Me queréis complacer,
Si no encarnan los signos de la mano
Todo el ser de mi ser.
Escribidle, por Dios, que el alma mía
Ya en mí no quiere estar;
Que la pena no me ahoga cada día.
Porque puedo llorar.
Que mis labios, las rosas de su aliento,
No se saben abrir;
Que olvidan de la risa el movimiento
A fuerza de sentir.
Que mis ojos, que él tiene por tan bellos,
Cargados con mi afán,
Como no tienen quien se mire en ellos,
Cerrados siempre están.
Que es, de cuantos tormentos he sufrido,
La ausencia el más atroz;
Que es un perpetuo sueño de mi oído
El eco de su voz . . .
Que siendo por su causa, el alma mía
¡Goza tanto en sufrir! . . .
Dios mío ¡cuántas cosas le diría
Si supiera escribir! . . .

III
Epílogo
—Pues señor, ¡bravo amor! Copio y concluyo:
A don Ramón . . .  En fin,
Que es inútil saber para esto arguyo
Ni el griego ni el latín.



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