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PERO GUANDO LLEGÓ LA 15 NOCHE
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que el tercer saaluk, mientras permanecían sentados y cruzados de brazos los demás, vigilados por los siete negros, que tenían en la mano el alfanje desnudo, prosiguió di- rigiéndose a la dueña de la casa:
Invoqué, pues, el nombre de Alah, le imploré, y me absorbí en el éxtasis de la plegaria. Y cuando el viento cambió, por orden del Altísimo, logré subir a lo más alto de la montaña, agarrándome como pude a las rocas y excavaciones: Y mi alegría por hallarme en salvo llegó hasta el límite de la alegría. Ya sólo me faltaba llegar a la cúpula; lo conseguí al fin, y pude penetrar en ella. Entonces me puse de rodillas y di gra- cias a Alah por haberme salvado.
Pero estaba tan rendido, que me eché en el suelo y me dormí. Y durante mi sueño oí que una voz me de- cía: “¡Oh hijo de Kassib! cuando te despiertes cava a tus pies, y encontrarás un arco de cobre y tres flechas de plomo, en las cuales hay grabados talismanes. Coge el arco y dispara contra el jinete que está en la cú- pula, y así podrás devolver la tranquilidad a los humanos, librándoles de tan terrible plaga. Cuando hieras al jinete, este jinete caerá al mar y el arco se escapará de tus manos al suelo. Le cogerás entonces y lo enterra- rás en el mismo sitio en que haya caído. Y mientras tanto, el mar empezará a hervir, creciendo hasta llegar a la cumbre en que te encuentras. Y verás en el mar una barca, y en la barca, a una persona distinta del ji- nete arrojado al abismo. Esa persona se te acercará con un remo en la mano. Puedes entrar sin temor en la barca. Pero guárdate bien de pronunciar el santo nombre de Alah, y no olvides esto por nada del mundo. Una vez en la barca, te guiará ese hombre, haciéndote navegar por espacio de diez días, hasta que llegues al Mar de Salvación. Y cuando llegues a este mar encontrarás a alguien que ha de llevarte a tu tierra. Pero no olvides que para que todo eso ocurra no debes pronunciar nunca el nombre de Alah.”
Entonces, ¡oh señora mía! desperté y me dispuse animoso a ejecutar las órdenes de aquella voz. Con el arco y las flechas encontradas disparé contra el jinete, lo derribé, y lo vi hundirse en el mar. El arco se me escapó de la mano, y lo enterre en el mismo sitio en que había caído. En seguida el mar se agitó, hirvió y se desbordó, llegando hasta la cumbre en que yo me hallaba. Y a los pocos instantes vi en medio del mar una barca que se dirigía hacia la costa. Entonces di gracias a Alah el Altísimo. Y al aproximarse la barca advertí en ella a un hombre de bronce que llevaba en el pecho una chapa de plomo con nombres y talismanes gra- bados. Y cuando la barca llegó, entré en ella, pero sin decir palabra. Y el hombre de bronce me condujo du- rante un día, durante dos, durante tres, y así sucesivamente, hasta diez días. Entonces vi unas islas a lo le- jos. ¡Aquello era la salvación! Y me alegré hasta el límite de la alegría; pero tanta era la plenitud de mi emoción y de mi gratitud hacia el Altísimo, que pronuncié el nombre de Alah y lo glorifiqué, exclamando: “¡Alahu akbar! ¡Alahu akbar!”
Pero apenas dije tan sagradas palabras, el hombre de bronce se apoderó de mí, me arrojó al mar, y hun- diéndose a lo lejos, desapareció.
Estuve nadando hasta el anochecer, en que mis brazos, quedaron extenuados y rendido todo mi cuerpo. Entonces, viendo aproximarse la muerte, dije la schehada, mi, profesión de fe, y me dispuse a morir. Pero en aquél momento una ola más enorme que las otras vino desde la lejanía como una torre gigantesca y me despidió con tal empuje, que me encontré junto a unas islas que había divisado en lontananza. ¡Así lo quiso Alah!
Entonces trepé a la orilla, retorcí mi ropa, tendiéndola en el suelo para que se secase, y me eché a dormir, sin despertar hasta por la mañana. Me puse mis vestidos secos, me levanté buscando donde ir, y me interné en un pequeño valle fértil, recorriéndolo en todas direcciones, y así di una vuelta entera al lugar en que me encontraba, viendo que me rodeaba el mar por todas partes. Y me dije: “¡Qué fatalidad la mía! ¡Siempre que me libro de una desgracia caigo en otra peor!”
Mientras me absorbían tan tristes pensamientos, divisé que venía por el mar una barca con gente. Enton-
ces, temeroso de que me ocurriera algo desagradable, me levanté y me encaramé, a un árbol para esperar
los acontecimientos. Al arribar la barca salieron de ella diez esclavos con una pala cada uno. Anduvieron
hasta llegar al centro de la isla, y allí empezaron a cavar la tierra, dejando al descubierto una trampa. La le-
vantaron, y abrieron una puerta que apareció debajo. Hecho esto, volvieron a la barca, descargando de su
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interior y echándose a hombros gran cantidad de efectos: pan, harina, miel, manteca, carneros, sacos llenos
y otras muchas cosas; todo, en fin, lo que pueda desear, quien vive en una casa. Los esclavos siguieron yendo y viniendo del subterráneo a la barca y de la barca a la trampa, hasta vaciar completamente aquella, sacando luego trajes suntuosos y magníficos, que se echaron al brazo; y entonces vi salir de la barca, en medio de los esclavos, a un anciano venerable, tan flaco y encorvado por los años y las vicisitudes, que apenas tenia apariencia humana. Este jeique llevaba de la mano a un joven hermosísimo, moldeado realmente en el molde de la perfección, rama tierna y flexible, cuyo aspecto hubo de cautivar mi corazón.
Llegaron hasta la puerta, la franquearon y desaparecieron ante mis ojos. Pero pasados unos instantes, subieron todos menos el joven; entraron otra vez en la barca y se alejaron por el mar.
Cuando los hube perdido de vista, salté del árbol, corrí hacia el sitio donde estaba la trampa, que habían cubierto otra vez de tierra, y la quité de nuevo. Entonces descubrí la trampa, que era de madera y del tama- ño de una piedra de molino, la levanté con ayuda de Alah, y vi que arrancaba de ella una escalera aboveda- da. Descendí poseído de asombro sus peldaños de piedra, y me encontré al fin en un espacioso salón reves- tido de tapices magníficos y colgaduras de seda y terciopelo. En un diván, entre bujías encendidas, jarrones con flores y tarros llenos de frutas y de dulces, aparecía sentado el joven, que estaba haciéndose aire con un abanico. Al verme se asustó mucho, pero yo le dije con mi más armoniosa voz: “¡La paz sea contigo!” Y él contestó, tranquilizándose: “¡Y contigo sea la paz, la misericoria de Alah y sus bendiciones!” Yo le dije: “¡Oh mi señor! Que tu corazón no se alarme. Aquí donde me ves, soy rey e hijo de un rey. Alah me ha guiado hasta ti para sacarte de este subterráneo, al cual sin duda te trajeron para que murieses. Pero yo te li- bertaré. Y serás mi amigo, pues me bastó verte para, estar predispuesto a tu favor.”
Entonces el joven, dibujando una sonrisa en sus labios, me invitó a que me sentase junto a él en el diván, y me dijo: “Sabe, ¡oh señor mío! que no me trajeron a este lugar para que muriese, sino para librarme de la muerte. Sabe también que soy hijo de un gran joyero, conocido en todo el mundo por sus riquezas y la cuantía de sus tesoros. Las caravanas que van por cuenta suya a lejanos países para vender su pedrería a los reyes y emires de la tierra han extendido su reputación por todas partes. Al nacer yo, siendo ya él de edad madura, le anunciaron los maestros -de la adivinación que 'su hijo había de morir antes que su paore y su madre; y mi padre, este día, a pesar del regocijo que le había causado mi nacimiento y la felicidad de mi madre, que me dio al mundo después del término de nueve rieses, por voluntad de Alah, experimentó un dolor muy grande, sobre todo cuando: los sabios que habían leído en los astros mi suerte le dijeron: “Mata- rá a tu hijo un rey, hijo de otro rey, llamado Kassib, cuarenta días después de que aquél haya arrojado al mar al jinete de bronce de la montaña magnética.” Y mi padre el joyero quedó afligidísimo. Y cuidó de mí, educándome con mucho esmero, hasta que hube cumplido los quince años. Pero entonces supo que el jinete había sido echado al mar, y la noticia le apenó y le hizo llorar tanto, que en poco tiempo palideció su cara, enflaqueció su cuerpo y toda su persona adquirió la apariencia de un hombre decrepito, rendido por los años y las desventuras. Entonces me trajo a esta morada subterránea, la cual mandó construir para sus- traerme a la busca del rey que había de matarme cuando cumpliera yo los quince años, y yo y mi padre es- tamos seguros de que el hijo de Kassib no podrá dar conmigo en esta isla desconocida. Tal es la causa de mi estancia en este sitio.”
Entonces pensé yo: “¿Cómo podrán equivocarse así los sabios que leen en los astros? Porque, ¡por Alah! este joven es la llama de mi corazón, y más fácil que matarlo me sería matarme.” Y luego le dije: “¡Oh hijo mío! Alah Todopoderoso no consentirá nunca que se quiebre flor tan hermosa. Estoy dispuesto a defenderte y a seguir aquí contigo toda la vida.” Y él me contestó: “Pasados cuarenta días vendrá a buscarme mi padre, pues ya no habrá peligro.” Y yo le dije: “¡Por Alah! que permaneceré en tu compañía esos cuarenta días, y después le diré a tu padre que te deje ir a mi reino, donde serás mi amigo y heredero del trono.”
Entonces el mancebo me dio las gracias con palabras cariñosas; y comprendí que era en extremo cortés y correspondía a la inclinación que a él me arrastraba. Y empezamos a conversar amistosamente, regalándo- nos con las vituallas deliciosas de sus provisiones, que podían bastar para un año a cien comensales.
Al acercarse el día me desperté y me lavé, llevando al joven la palangana llena de agua perfumada para que asimismo se lavase, y preparé los alimentos y comimos juntos, hablando, jugando y riendo luego hasta la noche. Y entonces pusimos la mesa y cenamos un carnero relleno de almendras, pasas, nuez moscada,
clavo y pimienta. Y bebimos agua dulce y fresca, y tomamos también sandía, melón, tortas y postelillos tan finos y leves como una cabellera, en los cuales no se había escatimado la manteca, la miel, las almendras ni la canela. Y así dejamos transcurrir, tranquilos y felices; hasta el día cuadragésimo. Este último día, como tenía que venir su padre, el joven quiso darse un buen baño, y puse a calentar agua en el caldero vertiéndola después en la tina de cobre y añadiéndole agua fría para hacerla más agrable. El joven entró en el baño, la- vándose y. Perfumándose.
Al despertarse quiso comer algo, y eligiendo la sandía más hermosa y colocándola en una bandeja, y la bandeja, en un tapiz, me subí a la cama para coger el cuchillo grande, que pendía de la pared sobre la cabeza del mancebo. Y he aquí que el joven, por divertirse, me hizo de pronto cosquillas en una pierna, produ- ciéndome tal efecto, que caí encima de él sin querer y le clavé el cuchillo en el corazón. Y expiró en seguida.
Al ver aquello, ¡oh señora mía! empecé a golpearme, y a gritar, y a gemir, y me desgarré las zopas, arrojándome desesperado al suelo. Pero mi amigo muerto estaba, cumpliéndose el Destino para que no mintieran las predicciones de los astrólogos. Alcé los ojos y las manos hacia el Altísimo, y repuse: “¡Oh, señor del universo! Si he cometido un crimen, dispuesto estoy a que me castigue tu justicia.” En este momento sentíame animoso ante la muerte. Pero ¡oh señora mía! nuestros anhelos nunca se satisfacen ni para el bien ni para el mal.
Entonces, no siéndome posible soportar la estancia en aquel sitio, y además, como sabía que el joyero no tardaría en comparecer, subí la escalera, salí y cerré la trampa, cubriéndola de tierra, como estaba antes.
Cuando me vi fuera, me dije: “Voy a observar ahora lo que ocurra; pero ocultándome, porque si no, los esclavos me matarían con la peor muerte.” Y entonces me subí a un árbol copudo que estaba cerca de la trampa, y allí quedó en acecho. Una hora más tarde apareció la barca con el anciano y los esclavos. Desem- barcaron todos, llegaron apresuradamente junto al árbol, y al advertir la tierra recientemente removida, atemorizáronse, quedando abatidísimo el viejo. Los esclavos cavaron apresuradamente, y levantando la trampa, bajaron con el pobre padre. Éste empezó a llamar a gritos a su hijo, sin que el muchacho respondiera, y le buscaron por todas partes; hallándolo por fin tendido en el lecho con el corazón atravesado.
Al verle, sintió el anciano que se le partía el alma, y cayó desmayado. Los esclavos, mientras tanto, se lamentaban y afligían; después subieron en hombros al joyero. Sepultaron el cadáver del joven envuelto en un sudario, transportaron al padre dentro de la barca, con todas las riquezas y provisiones que quedaban aún, y desaparecieron en la lejanía sobre el mar.
Entonces, apenadísimo, bajé del árbol, medité en aquella desgracia, lloré mucho, y anduve desolado todo el día y toda la noche. De repente noté que iba menguando el agua, quedando seco el espacio entre la isla y la tierra firme de enfrente. Di gracias a Alah, que quería librarme de seguir en aquel paraje maldito, y em- pecé a caminar por la arena invocando su santo nombre. Llegó en esto la hora de ponerse el sol. Vi de pronto aparecer muy a lo lejos como una gran hoguera, y me dirigí hacia aquel sitio, sospechando que esta- rían cociendo algún carnero; pero al acercarme advertí que lo que hube tomado, por hoguera era un vasto palacio de cobre que se diría incendiado por el sol poniente.
Llegué hasta el límite del asombro ante aquel palacio magnífico, todo de cobre. Y estaba admirando su sólida construcción, cuando súbitamente vi salir por la puerta principal diez jóvenes de buena estatura, y cuyas caras eran una alabanza al Creador por haberlas hecho tan hermosas. Pero aquellos diez jóvenes eran todos tuertos del ojo izquierdo, y sólo no lo era un anciano alto y venerable, que hacía el número once.
Al verlos exclamé; “¡Por Alah, que es extraña coincidencia! ¿Cómo estarán juntos diez tuertos, y del ojo izquierdo precisamente?” Mientras yo me absorbía en estas reflexiones, los diez jóvenes se acercaron, y me dijeron: “¡La paz sea contigo!” Y yo les devolví el saludo de paz, y hube de referirles mi historia, desde el principio hasta el fin, que no creo necesario repetirte, ¡oh señora mía!
Al oirla, llegaron aquellos jóvenes al colmo de la admiración, y me dijeron: “¡Oh señor! Entra en esta morada, donde serás bien acogido. Entré con ellos, y atravesamos muchas salas revestidas con telas de raso. En el centro de la última, que era la más hermosa y espaciosa de todas, había diez lechos magníficos for- mados con alfombras y colchones, y entre aquéllos otra alfombra, pero sin colchón, y tan rica como las demás. Y el anciano se sentó en ésta, y cada uno de los diez jóvenes en la suya, y me dijeron: “¡Oh señor! Siéntate en el testero de la sala, y no nos preguntes acerca de lo que aquí veas.”
A los pocos momentos se levantó el viejo, salió y volvió varias veces, llevando manjares y bebidas, de lo cual comimos y bebimos todos.
Después recogió las sobras el anciano, y se sentó de nuevo. Y los jóvenes le preguntaron: “¿Cómo te sientas sin traernos lo necesario para cumplir nuestros deberes?” Y el anciano, sin replicar palabra, se le- vantó y salió diez veces, trayendo cada vez sobre la cabeza una palangana cubierta con un paño de raso y en la mano un farol, que fue colocando delante de cada joven. Y a mí no me dio nada, lo cual hubo de con- trariarme.
Pero cuando levantaron las telas de raso, vi que las jofainas sólo contenían ceniza, polvo de carbón y kohl. Se echaron la ceniza en la cabeza, el carbón en la cara y el kohl en el ojo derecho, y empezaron a la-
mentarse y a llorar, mientras decían: “¡Sufrimos lo que merecemos por nuestras culpas y nuestra deso- bediencia!” Y aquella lamentación prosiguió hasta cerca del amanecer. Entonces se lavaron en nuevas pa- langanas que les llevó el viejo, se pusieron otros trajes, y quedaron como antes de la extraña ceremonia.
Por más que aquello, ¡oh señora mía! me, asombrase con el más considerable asombro, no me atreví a preguntar nada, pues así me lo habían ordenado. Y a la noche siguiente hicieron lo mismo que la primera, y lo mismo a la tercera y a la cuarta. Entonces ya no pude callar más, y exclamé: “¡Oh mis señores! Os rue- go que me digáis por qué sois todos tuertos y a qué obedece el que os echéis por la cabeza ceniza, carbón y kohl, pues, ¡por Alah! prefiero la muerte a la incertidumbre en que me habéis sumido.” Entonces ellos re- plicaron: “¿Sabes que lo que pides es tu perdición?” Y yo contesté: “Venga mi perdición antes que la duda.” Pero ellos me dijeron: “¡Cuidado con tu ojo izquierdo!” Y yo respondí: “No necesito el ojo izquierdo si he de seguir en esta perplejidad.” Y por fin exclamaron: “¡Cúmplase tu destino! Te sucederá lo que nos sucedió; mas no te quejes, que la culpa es tuya. Y después de perdido el ojo izquierdo, no podrás venir con nosotros, porque ya somos diez y no hay sitio para el undécimo.”
Dicho esto, el anciano trajo un carnero vivo. Lo degollaron, le arrancaron la piel, y después de limpiarla cuidadosamente, me dijeron: “Vamos a coserte dentro de esa piel; y te colocaremos en la azotea del pala- cio. El enorme buitre llamado Rokh, capaz de arrebatar un elefante, te levantará hasta las nubes, tomándote por un carnero de veras, y para devorarte te llevará a la cumbre de una montaña muy alta, inaccesible a to- dos los seres humanos. Entonces con este cuchillo, de que puedes armarte, rasgarás la piel de carnero, sal- drás de ella, y el terrible Rokh, que no ataca a los hombres, desaparecerá de tu vista. Echa después a andar hasta que encuentres un palacio diez veces mayor que el nuestro y mil veces más suntuoso. Está revestido de chapas de oro, sus muros se cubren de pedrería, especialmente de perlas y esmeraldas. Entra por una puerta abierta a todas horas, como nosotros entramos una vez, y ya verás lo que vieres. Allí nos dejamos todos el ojo izquierdo. Desde entonces soportamos el castigo merecido y expiamos nuestra culpa haciendo todas las noches lo que viste. Esa es en resumen nuestra historia, que más detallada llenaría todas las pági- nas de un gran libro cuadrado. Y ahora, ¡cúmplase tu destino!”
Y como persistiera en mi resolución, diéronme el cuchillo, me cosieron dentro de la piel de carnero, me colocaron en la azotea y se marcharon. Y de pronto noté que cargaba conmigo el terrible Rokh, remontando el vuelo, y en cuanto comprendí que, me había depositado en la cumbre de la montaña, rasgué con el cu- chillo la piel que me cubría, y salí de debajo de ella dando gritos para asustar al terrible Rokh. Y se alejó volando pesadamente, y vi que era todo blanco, tan ancho como diez elefantes y más largo que veinte ca- mellos.
Entonces eché a andar muy de prisa, pues me torturaba la ímpaciencia por llegar al palacio. Al verlo, a pesar de la descripción hecha por los diez jóvenes, me quedé admirado hasta el límite de la admiración. Era mucho más suntuoso de lo que me habían dicho. La puerta, principal, toda de oro, por la cual entré, tenía a los lados noventa y nueve puertas de maderas preciosas, de áloe y de sándalo. Las puertas de la salas eran de ébano con incrustaciones de oro y de diamantes. Y estas puertas conducían a los salones y a los jardines, donde se acumulaban todas las riquezas de la tierra y del mar.
No bien llegué a la primera habitación me vi rodeado de cuarenta jóvenes, de una belleza tan asombrosa, que perdí la noción de mí mismo, y mis ojos no sabían a cuál dirigirse con preferencia a las demás, y me entró tal admiración, que hube de detenerme, sintiendo que me daba vueltas la cabeza.
Entonces todas se levantaron al verme, y con voz armoniosa me dijeron: “¡Que nuestra casa sea la tuya!, ¡oh convidado nuestro! ¡Tu sitio está sobre nuestras cabezas y en nuestros ojos!” Y me ofrecieron asiento en un estrado magnífico, sentándose ellas más abajo en las alfombras, y me dijeron: “¡Oh señor, somos tus esclavas, tu cosa, y tú eres nuestro dueño y la corona de nuestras cabezas!”
Luego todas se pusieron a servirme: una trajo agua caliente y toallas, y me lavó los pies; otra me echó en las manos agua perfumada, que vertía de un jarro de oro; la tercera me vistió un traje de seda con cinturón bordado de oro y plata, y la cuarta me presentó una copa llena de exquisita bebida aromada con flores. Y ésta me mirada, aquélla me sonreía, la de aquí me guiñaba los ojos, la de más allá me recitaba versos, otra abría los brazos, extendiéndolos perezosamente delante de mí, y aquélla otra hacía ondular su talle. Y la una suspirada: “¡ay!”, y otra: “¡huy!”, y ésta me decía: `¡Ojos míos!”, la de más allá: “¡Oh alma mía!”, la otra: “¡Entraña de mi vida!”, y la otra: “¡Oh llama de mi corazón!”
Después se me acercaron todas, y comenzaron a acariciarme, y me dijeron: “¡Oh convidado nuestro, cuéntanos tu historia, porque estamos sin ningún hombre hace tiempo, y nuestra dicha será ahora comple- ta!” Entonces hube de tranquilizarme, y les conté una parte de mi historia, hasta que empezó a anochecer.
Inmediatamente encendieron numerosas bujías, y la sala quedó iluminada como por el más espléndido sol. Luego pusieron los manteles, sirvieron los manjares más exquisitos y las bebidas más embriagadoras, y unas tañían instrumentos melodiosas, cantando con encantadora voz, otras bailaban, y yo seguía comiendo.
Después de estas diversiones, me dijeron: “Estáis cansado de resultas del viaje que habéis hecho, y hora es ya de que toméis algún reposo; vuestro aposento está preparado; mas, antes de retiraros, escoged entre nosotras una para que os sirva.”
Yo, señora, mía, no sabía cuál elegir, pues todas eran igualmente deseables. A ciegas alargué los brazos, y cogí a una; ¡pero al abrir los ojos, los volví a cerrar, deslumbrado por su hermosura! Entonces aquella joven me asió de la mano y me condujo al dormitorio.
Las siguientes noches, ¡oh señora mía! se deslizaron de la misma manera, cada noche con una de las hermanas.
Un año completo duró esta felicidad. Llegó el final del año. La mañana del último día vi a todas las jóve- nes al pie de mi cama, sueltas las cabelleras, llorando amargamente, poseídas de un gran dolor, y me dije- ran: “Sabe, ¡oh luz de nuestros ojos! que hemos de abandonarte, como abandonamos a otros antes que a ti. Eres, en realidad, el más libertino y agradable de todos. Por este motivo, no podremos vivir sin ti.” Y yo les dije: “¿,Y por qué habéis de abandonarme? Porque yo tampoco quiero perder la alegría de mi vida, que está en vosotras.” Ellas contestaron “Sabe que somos todas hijas de un rey, pero de madre distinta. Desde nues- tra pubertad vivimos en este palacio, y cada año pone Alah en nuestra camino un hermoso doncel que nos agrada, como nosotras a él. Pero cada año hemos de ausentarnos cuarenta, días para visitar a nuestro padre y a nuestras madres. Y hoy es el día de la marcha.” Entonces dije: “Pero delicias mías, yo me quedaré en este palacio alabando a 'Alah hasta vuestro regreso.” Y ellas contestaron: “Cúmplase tu deseo. Aquí tienes todas las llaves del palacio, que abren todas las puertas. Él ha de servirte de morada, puesto que eres su dueño; pero guárdate muy bien de abrir la puerta de bronce que está en el fondo del jardín, porque no vol- verías a. vernos y te ocurriría una gran desgracia. ¡Cuida, pues, de no abrir esa puerta!
Dicho esto, me abrazaron y besaron todas, una tras otra, llorando y diciéndome: “¡Alah sea contigo!” Y partieron, sin dejar de mirarme a través de sus lágrimas.
Entonces, ¡oh señora mía! salí del salón en que me hallaba, y con las llaves en la mano empecé a recorrer aquel palacio, que aún no había tenido tiempo de ver, pues mi cuerpo y mi alma habían estado encadenados entre los brazos de las jóvenes. Y abrí con la primera llave la primera puerta.
Me vi entonces en un gran huerto rebosante de árboles frutales, tan frondosos, que en mi vida los había conocido iguales en el mundo. Canalillos llenos de agua los regaban tan a conciencia, que las frutas eran de un tamaño y una hermosura indecibles. Comí de ellas, especialmente bananas, y también dátiles, que eran largos coma los dedos de un árabe noble, y granadas, manzanas y melocotones. Cuando acabé de comer di gracias por su magnanimidad a Alah, y abrí la segunda puerta con la segunda llave.
Cuando abrí esta puerta, mis ojos y mi olfato quedaron subyugados por una inmensidad de flores que lle- naban un gran jardín regado por arroyos numerosos. Había allí cuantas flores pueden criarse en los jardines de los emires de la tierra: jazmines, narcisos, rosas, violetas, jacintos, anémonas, claveles, tulipanes, renún- culos Y todas las flores de todas las estaciones. Cuando hube aspirado la fragancia de todas las flores, cogí un jazmín, guardándolo dentro de mi nariz para gozar su aroma, y di las gracias a Alah el Altísimo por sus bondades.
Abrí en seguida la tercera puerta, y mis oídos quedaron encantados con las voces de numerosas aves de
todos los colores y de todas las especies de la tierra. Estaban en una pajarera construida con varillas de áloe
y de sándalo. Los bebederos eran de jaspe fino y los comederos de oro. El suelo aparecía barrido y regado. Y las aves bendecían al Creador. Estuve oyéndolas cantar; y cuando anocheció me retiré.
Al día siguiente me levanté temprano, y abrí la cuarta puerta con la cuarta llave. Y entonces, ¡oh, señora mía! vi cosas que ni en sueños podría ver un ser humano. En medio de un gran patio había una cúpula de maravillosa construcción, con escaleras de pórfido que ascendían hasta cuarenta, puertas de ébano, labradas con oro y plata. Se encontraban abiertas y permitían ver aposentos, espaciosos, cada uno de los cuales con- tenía un tesoro diferente, y valía cada tesoro más que todo mi reino. La primera sala, estaba atestada de enormes montones de perlas, grandes y pequeñas, abundando las grandes, que tenían el tamaño de un hue- vo de paloma y brillaban como la luna llena. La segunda sala superaba en riqueza a la primera, y aparecía repleta de diamantes, rubíes rojos, rubíes azules y carbunclos. En la tercera había esmeraldas solamente; en la cuarta, montones de oro en bruto; en la quinta, monedas de oro de todas las naciones; en la sexta, plata virgen; en la séptima monedas de plata, de todas las naciones: Las demás salas estaban llenas de cuantas pedrerías hay en el seno de la tierra y del mar: topacios, turquesas, jacintos, piedras del Yemen, comalínas de los más viejos colores, jarrones de jade, collares, brazaletes, cinturones y todas las preseas, en fin, usa- das en las cortes de reyes y de emires.
Y yo, ¡oh señora mía! levanté las manos y los ojos y di gracias a Alah el Altísimo por sus beneficios: Y así seguí cada día abriendo una o dos o tres puertas hasta el cuadrapésimo; creciendo diariamente mi asom- bro, y ya no me quedaba, más que la llave de la puerta de bronce, y pensé en las cuarenta jóvenes, y me sentí sumido en la mayor felicidad.
Pero el Maligno hacíame pensar en la llave de la puerta de bronce, tentándome continuamente, y la ten- tación pudo más que yo, y abrí la puerta. Nada vieron mis ojos, mí olfato notó un olor muy fuerte y hostil a los sentidos, y me desmayé, cayendo por la parte de fuera de la entrada y cerrándose inmediatamente la puerta delante de mí. Guando me repuse, persistí en la resolución inspirada por el Cheitán, y volví a abrir, aguardando a que el olor fuese menos penetrante.
Entré por fin, y me encontré en una espaciosa sala, con el suelo cubierto de azafrán y alumbrada por bu- jías perfumadas de ámbar gris e incienso y por magníficas lámparas de plata y oro llenas de aceite aro- mático, que al arder exhalaba aquel olor tan fuerte. Y entre lámparas; y candelabros vi un maravilloso ca- ballo negro con una estrella blanca en la frente, y la pata delantera derecha y la trasera izquierda tenían asimismo manchas blancas en los extremos. La silla era de brocado y la brida una cadena de oro; el pesebre estaba lleno de sésamo y cebada bien cribada; el abrevadero contenía agua fresca perfumada con rosas
Entonces, ¡oh señora mía! costo mi pasión mayor eran los buenos caballos, y yo el jinete más ilustre de mi reino, me agradó mucho aquel corcel, y cogiéndole de la brida le saqué al jardín y lo monté; pero no se movió. Entonces le di en el cuello con la cadena de oro. Y de pronto, ¡oh señora mía! abrió el caballo dos grandes alas negras, que yo no había visto, relinchó de un modo espantoso, dio tres veces con los cascos en el suelo, y voló conmigo por los aires.
En seguida, ¡oh señora mía! empezó todo a dar vueltas a mi alrededor, pero apreté los muslos y me sos- tuve como buen jinete. Y he aquí que el caballo descendió y se detuvo en la azotea del palacio donde había yo encontrado a los diez tuertos. Y entonces se encabritó terriblemente y logró derribarme. Luego se acercó a mí, y metiéndome la punta de una de sus alas en el ojo izquierdo, me lo vació sin que pudiera yo im- pedirlo y emprendió el vuelo otra vez, desapareciendo en los aires.
Me tapé con la mano el ojo huero, y anduve en todos sentidos par la azotea, lamentándome a impulsos del dolor. Y de pronto vi delante de mí a los diez mancebos, que decían: “¡No quisiste atendernos! ¡Ahí tie- nes el fruto de tu funesta terquedad! Y no puedes quedarte entre nosotros, porque ya somos diez. Pero te indicaremos el camino para que marches a Bagdad, capital del Emir de los Creyentes Harún Al-Rachid, cu- ya fama ha llegado a nuestros oídos y tu destino quedará entre sus manos.”
Partí, después de haberme afeitado y puesta este traje de saaluk, para no tener que soportar otras desgra- cias, y viajé día y noche, no parando hasta llegar a Bagdad, morada de paz, donde encontré a estos dos tuer- tos, y saludándoles, les dije: “Soy extranjero” Y ellos me contestaron: “También lo somos nosotros.” Y así, llegamos los tres, a esta bendita casa, ¡oh señora mía!
¡Y tal es la causa de mi ojo huero y de mis barbas afeitadas!”
Después de oír tan extraordinaria historia, la mayor de las tres doncellas dijo al tercer saakik. “Te per- dono. Acaríciate un poco la cabeza y vete.”
Pero el tercer saaluk contestó: ¡Por Alah! No he de irme sin oír las historias de los otros.”
Entonces la joven, volviéndose hacia el califa, hacia el visir Giafar y hacia el porta-alfanje, les dijo: “Contad vuestra historia.”
Y Giafar se le acercó, y repitió el relato que ya había contado a la joven portera al entrar en la casa. Y después de haber oído a Giafar, la dueña de la morada les dijo:
“Os perdono a todos, a los unos y a los otros. ¡Pero marchaos en seguida!”
Y todos salieron a la calle. Entonces el califa dijo a los saalik: “Compañeros, ¿adónde vais?” Y éstos contestaron: “No sabemos dónde ir.” Y el califa les dijo: “Venid a pasar la noche con nosotros.” Y ordenó a Giafar: “Llévalos a tu casa y mañana me los traes, que ya veremos lo que se hace.” Y Giafar ejecutó estas órdenes.
Entonces entró ere su palacio el califa, pero no pudo dormir en toda la noche. Por la mañana se sentó en el trono, mandó entrar a los jefes de su Imperio, y cuando hubo despachado los asuntos y se hubieron mar- chado, volvióse hacia Giafar, y le dijo Tráeme las tres jóvenes, las dos perras y los tres saaluk.” Y Giafar salió en seguida, y los puso a todos entre las manos del califa. Las jóvenes se presentaron ante él cubiertas con sus velos. Y Giafar les dijo: “No se os castigará, porque sin conocernos nos habéis perdonado y favo- recido. Pero ahora estáis en manos del quinto descendiente de Abbas, el califa. Harún Al-Rachid. De modo que tenéis que contarle la verdad.”
Cuando las jóvenes oyeron las palabras de Giafar, que hablaba en nombre del Príncipe de los Creyentes, dio un paso la mayor, y dijo: “¡Oh Emir de los Creyentes! Mi historia es tan prodigiosa, que si se escribiese con una aguja en el ángulo interior de un ojo, sería una lección para quien la leyese con respeto.”
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.