Cuento
Hans Christian AndersenCuando el viento pasa veloz por las praderas, la hierba ondea como una cinta; si corre entre las mieses, las agita como un mar. Es la danza del viento. Pero escúchale contar sus historias: ¡cómo alza y modula su voz! Es muy distinto su modo de sonar cuando pasa entre los árboles del bosque o cuando se introduce por los orificios, huecos y grietas de un viejo muro. ¿Ves cómo allá arriba el viento impulsa a las nubes cual si fuesen un rebaño de ovejas? ¿Lo oyes aullar aquí abajo a través de la puerta abierta, como un centinela que toca su cuerno? ¡Qué misterioso es su silbido cuando baja por la chimenea! En su presencia, el fuego se aviva y despide chispas, e ilumina la habitación, donde uno se encuentra a gusto, calentito y el oído atento. Dejadlo contar. Sabe muchas leyendas e historias, más que todos nosotros juntos. Atiende a su relato: «¡Huuui! ¡Huye, huye!». Tal es el estribillo de su canción.
-A orillas del Gran Belt se alza un antiguo castillo de gruesos muros rojos -dice el viento-. Lo conozco piedra por piedra. Las vi mucho antes, cuando constituían el castillo de Mark Stig, en Nesset. Pero lo derribaron, y con sus materiales levantaron otro, una nueva fortaleza situada en otro lugar: el castillo de Borreby, que todavía sigue en pie.
Yo vi y conocí a los nobles caballeros y damas, a las varias generaciones que allí vivieron. Voy a hablaros ahora de Valdemar Daae y de sus hijas.
Iba siempre con la frente muy erguida, pues era de sangre real. Sabía hacer algo más que cazar el ciervo y apurar una jarra de vino; y si no, al tiempo, solía decir.
Su esposa andaba con aire desdeñoso y rígida, vestida de brocado de oro, por los pavimentos de madera encerada. Los tapices eran preciosos; los muebles, de alto precio y tallados con arte. La vajilla era de oro y plata; en la bodega se guardaba cerveza alemana, además de otras cosas. Fogosos corceles negros relinchaban en la cuadra. Todo era espléndido en el castillo de Borreby cuando reinaba en él la opulencia.
No faltaban tampoco hijos: tres lindas muchachas: Ida, Juana y Ana Dorotea; todavía recuerdo sus nombres.
Eran gente rica, gente distinguida, nacida y criada en la opulencia. «¡Huuui! ¡Huye!», cantó el viento, y luego reanudó su historia.
Nunca vi allí, como en otros antiguos palacios, a la noble señora de la casa manejando el huso sentada con sus doncellas en el salón. Cantaba, acompañándose con el armonioso laúd, no sólo las viejas canciones danesas, sino también otras en lengua extranjera. Todo eran fiestas y banquetes; acudían invitados de cerca y de lejos; resonaba la música, chocaban los vasos con tanta fuerza, que apagaban mi voz -decía el viento-. Había allí orgullo, fastuosidad y lujo, mucha arrogancia; pero faltaba Dios.
-Era un atardecer del mes de mayo -continuó el viento-. Venía yo de Poniente; en la costa occidental de Jutlandia había presenciado el naufragio de varios barcos, y, cruzando por los eriales y la costa cubierta de verdes bosques, atravesé la Fionia y llegué, soplando furiosamente, al Gran Belt.
Amainé para tomarme un descanso, en la costa de Zelanda, cerca del castillo de Borreby, rodeado aún de magníficos robledales.
Los mozos habían salido a recoger ramas tronchadas, llevándole las mayores y más secas que encontraban. Con ellas volvían al pueblo, las apilaban y encendían hogueras, y la juventud bailaba a su alrededor, cantando alegremente.
-Yo seguía encalmado -prosiguió el viento-, pero muy quedamente soplé a una rama depositada por el más apuesto de los mozos; prendió el fuego, y levantase una altísima llama; fue el elegido, el rey de la fiesta, y se apresuró a nombrar a su pequeña reina entre las muchachas. ¡Qué bullicio, qué alegría! Se estaba mucho mejor allí que en el rico palacio de Borreby.
Entonces llegaron, en una soberbia carroza dorada, tirada por seis caballos, la noble señora y sus tres hijas, finas y delicadas como tres preciosas flores: la rosa, el lirio y el pálido jacinto. La madre era un ostentoso tulipán; no saludó a nadie de la alegre multitud, que interrumpió la fiesta para saludarla con reverencias y acatamientos. Se habría dicho que la señora tenía un palo en el pescuezo.
La Rosa, el Lirio, el pálido Jacinto, a las tres las vi. ¿Quién las elegiría por reina?, pensé. Algún apuesto caballero, tal vez un príncipe. ¡Huuui! ¡Huye, huye!
Siguió el coche su camino, con las ilustres damas, y los campesinos reanudaron sus danzas. Y por el verano hubo paseos a caballo y excursiones a Borreby, a Tjereby, a todos los pueblos circundantes.
Mas por la noche, cuando me levanté -continuó el viento-, la noble señora se acostó para no volver a levantarse. Le ocurrió lo que a todos los humanos, no es cosa nueva. Valdemar Daae permaneció un rato a su vera grave y pensativo. El árbol más altivo puede doblarse, pero nunca quebrarse, decía una voz en su interior. Las hijas lloraban, y en el palacio todos se secaban los ojos. Dama Daae había huido, ¡y yo también huí! ¡Huuui! -dijo el viento.
Volví, volví con frecuencia, a través de Fionia y del Gran Belt, descansé en la orilla de Borreby, junto al magnífico robledal, donde construían sus nidos el quebrantahuesos, las palomas torcaces, los cuervos azules y hasta la cigüeña negra. Era a la entrada la primavera, y unas aves tenían en sus nidos huevos, y otras, ya pollos. ¡Dios mío, cómo volaban y cómo gritaban! Se oían hachazos, golpe tras golpe; iban a talar el bosque. Valdemar Daae quería construir un barco soberbio, un navío de guerra de tres puentes, para vendérselo al Rey. Por eso talaba el bosque, que servía a los marinos de señal, y a las aves, de asilo.
El alcaudón se echó a volar asustado, pues habían destruido su nido; el quebrantahuesos y las demás aves del bosque perdieron sus moradas y levantaron el vuelo, sin rumbo, chillando de angustia y de ira. Yo los comprendía muy bien. Las cornejas y los grajos gritaban, en son de burla: ¡Fuera del nido, fuera del nido, fuera, fuera!
En el bosque, entre el grupo de leñadores, estaban Valdemar Daae y sus tres hijas, riéndose de aquel griterío de las aves. Sólo la menor, Ana Dorotea, sentía compasión en el fondo de su alma; y cuando los hombres se dispusieron a cortar un árbol medio podrido, en cuyas desnudas hojas anidaba una cigüeña negra, intercedió en favor del animal y pidió con lágrimas en los ojos que respetasen aquel árbol con su nido. ¡Era tan poca cosa!
Cortaron, aserraron, construyeron un barco de tres puentes. El maestro que dirigía la obra era de descendencia humilde, pero de noble porte y aspecto. En sus ojos y en su frente se reflejaba la inteligencia, y Valdemar Daae gustaba de escuchar sus explicaciones, lo mismo que Ida, su hija mayor, que ya contaba quince años. Y mientras el hombre construía un barco para el padre, edificaba para sí mismo un castillo de ensueño, donde residirían él y la pequeña Ida, convertidos en marido y mujer. Y esto hubiera podido realizarse, si aquel castillo hubiese sido de sillería, con murallas y fosos, con bosque y mar. Pero con todo su talento, el maestro era un pobre diablo. ¿Qué buscaba el gorrión en la sociedad de las grullas? ¡Huuui! Yo emprendí el vuelo, y él también, pues no le permitieron continuar allí, y la pobre Ida hubo de consolarse. ¿Qué remedio le quedaba?
En el establo relinchaban los negros corceles; eran dignos de ver, y muy renombrados. El Rey había enviado al almirante a inspeccionar el nuevo buque de guerra y negociar su compra. El almirante se hizo lenguas de los fogosos caballos; yo lo oí perfectamente -dijo el viento-. Seguí a los personajes a través de la puerta abierta, esparciendo paja ante sus pies como si fuesen varillas de oro. Este metal era lo que quería Valdemar Daae, mientras el almirante ambicionaba los negros corceles; por eso los alababa tanto. Mas no lo comprendieron, y el barco no fue adquirido, y se quedó anclado y reluciente en la orilla, cubierto de tablas; una segunda arca de Noé destinada a no navegar nunca. ¡Huuui! ¡Huye, huye! ¡Qué lástima!
En invierno, cuando los campos estaban cubiertos de nieve, los hielos flotantes invadían el Gran Belt y yo permanecía inmóvil en la costa -prosiguió el viento-; llegaron grandes bandadas de cuervos y cornejas, si uno negro, el otro más. Se posaron sobre el barco desierto, solitario, muerto, y se lamentaron a voz en grito por el bosque desaparecido, por los muchos nidos de pájaros destruidos, por los viejos y jóvenes que habían quedado sin hogar. Y todo ello por causa de aquel enorme artefacto, de aquel altivo navío que jamás se haría a la mar.
Yo me puse a arremolinar los copos de nieve que, en forma de grandes ondas, fueran depositándose en torno al barco y encima del mismo. Hice que se oyera mi voz, ¡cuántas cosas tiene por decir la tempestad! Hice lo posible para que supiera lo que ha de saber un barco. ¡Huuui! ¡Adelante!
Y pasó el invierno, inviernos y veranos llegaron y se fueron como yo, como pasa rápidamente la nieve, como se marchitan las flores del manzano y como caen las hojas de los árboles. ¡Anda, anda, pasa! ¡Huuui! Los hombres pasan también.
Pero las hijas eran aún jóvenes. Ida, una verdadera rosa, finísima como cuando la viera el constructor del barco. Muchas veces me metía yo en su largo cabello castaño, cuando ella estaba pensativa en el jardín junto al manzano, sin darse cuenta de que yo esparcía las flores sobre su cabeza. Al notar que se le deshacía el cabello, levantaba la mirada al sol ardiente y al fondo dorado del cielo, por entre los oscuros arbustos y árboles.
Su hermana Juana era como un lirio, lozana y erguida, orgullosa y arrogante y, como su madre, con el cuello envarado. Le gustaba entrar en el gran salón, de cuyas paredes colgaban los retratos de sus antepasados. Las señoras aparecían pintadas en vestidos de terciopelo y seda, tocadas con pequeñas cofias bordadas de perlas. ¡Eran realmente bellas damas! Los hombres llevaban armaduras o preciosos mantos de piel de ardilla y valonas azules. Llevaban la espada sujeta al muslo, no a la cintura. ¿Dónde colocarían algún día el retrato de Juana, y qué tal parecería su noble esposo? Sí, en esto pensaba y de esto hablaba en voz baja; yo la oía cuando pasaba por el largo corredor y me daba la vuelta.
Ana Dorotea, el pálido jacinto, una niña de catorce años, era reposada y soñadora. Sus grandes ojos, azules como el mar, miraban con expresión pensativa, pero en torno a la boca se dibujaba una sonrisa infantil. Yo no podía borrársela de un soplo, ni tampoco lo quería.
Me la encontraba en el jardín, en el valle y en los campos, recogiendo hierbas y flores que, como yo sabía, utilizaba su padre para elaborar bebidas y gotas, pues conocía el arte de destilar. Valdemar Daae era altivo y orgulloso, pero muy instruido; sabia muchas cosas. Bien se veía, y se comentaba; incluso en verano el fuego ardía en su chimenea, y la puerta de su habitación permanecía cerrada. Se pasaba día y noche encerrado en ella, mas casi nunca hablaba de lo que allí hacía: las fuerzas de la Naturaleza deben ser dominadas en silencio; pronto descubriría lo más valioso: el rojo oro.
Por eso ardía la chimenea, por eso chisporroteaba la leña y levantaba llamas. Sí, allí estaba yo también -seguía contando el viento-. ¡Huye, huye!, cantaba yo por la chimenea. Y todo era humo, carbones y cenizas. ¡Te quemarás! ¡Huuui! ¡Huye, huye!
Pero Valdemar Daae no huyó.
Los magníficos corceles del establo, ¿qué se hicieron? ¿La antigua vajilla de oro y plata del armario y la vitrina, las vacas del prado, los bienes del castillo? ¡Pueden fundirse! Fundirse en el crisol, y, sin embargo, no dan oro.
Fueron vaciándose las eras y los graneros, las bodegas y los desvanes. Cuanto menos gente, más ratones. Se hundió un cristal, otro se rompió; ya no necesitaba yo entrar por la puerta -prosiguió el viento-. Dicen que donde humea la chimenea es que se cuece la comida. Allí, empero, la chimenea echaba humo, pero se tragaba toda la comida por el maldito oro.
Soplaba yo en la puerta del castillo como un guardián que toca el cuerno, mas allí no había ningún guardián. Hacía girar la veleta de la punta de la torre, y ella rechinaba como si el vigilante estuviese roncando allá arriba; pero no había ningún vigilante, sino sólo ratas y ratones. Pobreza en la mesa, pobreza en el vestir, pobreza en la despensa. Las puertas se salían de sus goznes, en los muros se abrían grietas y rajas. Yo entraba y salía -continuó el viento- por eso entro en detalles.
Entre el humo y la ceniza, las preocupaciones y las noches de insomnio, iba blanqueándose el pelo de la barba y de las sienes; la piel se volvía rugosa y amarilla, y en los ojos brillaba la llama de la codicia, en espera del oro.
Yo le soplaba el humo y la ceniza de la cara y de las barbas; en vez de oro llegaban deudas. Yo cantaba a través de los rotos cristales y de las abiertas grietas, entraba soplando en los dormitorios de las hijas, donde los vestidos parecían descoloridos y deshilachados, pues no podían renovarse. ¡No era aquella la canción que oyeran las niñas en sus cunas! Tanta riqueza se había trocado en miseria. Sólo yo seguía cantando en el castillo. Arremolinaba la nieve alrededor; dicen que eso calienta. Leña no había, pues el bosque estaba talado; ¿de dónde sacarla? El frío era terrible. Yo me metía por los portillos y corredores, por encima de la fachada y de los muros, para no perder el buen humor. En la casa, el frío obligaba a las nobles hijas a quedarse acostadas, y también el padre se refugiaba bajo la manta de pieles. Nada en que hincar el diente, nada para quemar. ¡Qué vida para unos grandes señores! ¡Huuui! ¡déjalo! Pero el señor Daae yo no podía dejarlo.
Después del invierno viene la primavera -decía-; tras los malos tiempos vendrán los buenos… Pero, ¡cómo se hacen esperar! Toda la hacienda está hipotecada. Es el último respiro… Luego vendrá el oro. ¡Para Pascua! Lo oí murmurar dirigiéndose a un nido de arañas: «¡Oh, hábil tejedora! Tú me enseñas a resistir. Cuando te desgarran el nido, vuelves a empezar hasta que lo terminas. Una y otra vez pones manos a la obra, sin cansarte nunca. Así es como hay que hacer. Y luego viene el premio».
Era la mañana de Pascua. Doblaban las campanas, y el sol brillaba en el cielo. Él, consumido por la fiebre, había estado velando, cociendo y enfriando, mezclando y destilando. Lo oía suspirar como alma en pena, lo oía rogar y retener el aliento. La lámpara se había apagado, pero él no se daba cuenta. Yo soplé en el rescoldo; se reflejó en su cara macilenta, que cobró un vivo tinte, con los ojos hundidos en las órbitas, pero agrandándose por momentos, como si fuesen a saltarle de ellas.
-¡Mirad el cristal alquímico! -exclamó-. ¡Qué destellos lanza! ¡Es ígneo, puro y pesado!
Lo levantó con mano temblorosa, gritando con lengua insegura:
-¡Oro, oro!
Le entró vértigo; yo habría podido derribarlo -dijo el viento-, pero me limité a soplar sobre las brasas y lo seguí, por la puerta, al aposento donde sus hijas estaban helándose. Se irguió con toda su estatura y, levantando el rico tesoro contenido en el crisol:
-¡Lo tengo, lo tengo! ¡Oro! -gritó, alzando al mismo tiempo el recipiente que brillaba al sol; pero la mano le temblaba, y el crisol se le cayó al suelo, rompiéndose en mil pedazos. Se había esfumado la última burbuja de su felicidad. ¡Huuui! ¡Vete, vete! Me marché del palacio del buscador de oro.
Ya muy avanzado el año, cuando aquí los días son cortos, y la niebla húmeda exprime sus gotas sobre las bayas rojas y las ramas desnudas, volví a estas tierras con nuevos ánimos, aireándolo todo, barriendo con mis soplos las nubes del cielo y quebrando las ramas secas. Es un trabajo vulgar, pero alguien tiene que hacerlo. También limpiaban en el castillo de Borreby, de Valdemar Daae, pero de un modo muy distinto. Su enemigo Ove Ramel, de Basnäs, había comprado en pública subasta, el palacio con todo su ajuar. Yo tamborileaba contra los rotos cristales, golpeaba con las carcomidas puertas, silbaba por entre las grietas y hendeduras: ¡Huuui! Al señor Ove no le entrarían ganas de quedarse. Ida y Ana Dorotea lloraban amargas lágrimas. Juana permanecía enhiesta y pálida, mordiéndose al pulgar hasta hacerlo sangrar. ¡De poco le serviría! Ove Ramel permitió al señor Daae seguir viviendo en el palacio hasta el fin de sus días, sin que el otro le diera las gracias. Yo escuchaba. Vi al noble arruinado erguir la cabeza con orgullo y enderezar el cuello, y entonces arremetí contra el edificio y los viejos tilos, con tanta fuerza que rompí la más gruesa de las ramas, aunque no estaba podrida; ante la puerta cayó, como una escoba, por si alguien quería barrer. Y ¡vaya si barrieron! ¡Bien lo decía yo!
Fue un momento muy duro. El tiempo parecía haberse detenido. Pero el hombre se mantenía terco, el cuello tieso. Nada poseían ya, aparte los vestidos que llevaban puestos. ¡Ah, sí! una retorta nueva que acababan de comprar y que habían llenado con los restos barridos del suelo, el tesoro que tanto prometía y que no era nada. Valdemar Daae se la escondió en el pecho, y, empuñando el bastón, el un día opulento señor se marchó del castillo con sus tres hijas. Yo soplaba frío en sus mejillas ardientes, le acariciaba la barba gris y el largo cabello blanco, cantando con todas mis fuerzas: ¡Huuui! ¡Huye, huye, huye! Era el fin de toda aquella opulencia y grandeza.
Ida y Ana Dorotea iban una a cada lado de su padre. Juana se volvió al pasar bajo la puerta principal. ¿Para qué? La fortuna no iba a volver. Miró los rojos sillares de los muros del castillo de Mark Stig y se acordó de sus hijas:
La mayor tomó de la mano a la más joven
y se fueron las dos por el mundo.
¿Pensaba en aquella canción? Ellas eran tres y su padre. Siguieron a pie el camino que otrora recorrían en coche. Se hubiera dicho una familia de mendigos. Iban a Smidstrup Mark, una casa de barro alquilada por tres marcos al año, la nueva mansión señorial de paredes vacías y vacíos platos. Las cornejas y los grajos volaban sobre ellos, gritando en son de burla: «¡Fuera del nido, fuera del nido, fuera, fuera!», como habían gritado las aves del bosque de Borreby cuando derribaron sus árboles.
El caballero Daae y sus hijas tal vez los oyeron. Yo les soplé a los oídos. ¡De qué les serviría oírlo!
Se fueron a la casa de barro de Smidstrup Mark, y yo proseguí mi camino, por pantanos y campos, por setos pelados y bosques desnudos, hacia el mar abierto, hacia otras tierras. ¡Huuui! ¡Huye, huye! Y así año tras año.
* * *
¿Qué fue de Valdemar Daae? ¿Qué fue de sus hijas? Oigamos al viento:
La última que vi de las tres, por última vez, fue a Ana Dorotea, el pálido jacinto, vieja ya y encorvada; había transcurrido medio siglo. Vivió más que las otras, y conocía toda la historia.
Allá en el erial, cerca de la ciudad de Viborg, se alzaba la nueva y espléndida casa del preboste, de roja piedra y recortado frontón; un humo espeso salía de la chimenea. La señora y sus hermosas hijas, sentadas en el mirador, miraban, por encima del espino colgante del jardín, hacia el pardo erial del fondo. ¿Qué miraban? Un nido de cigüeñas en el techo de una casa ruinosa. El techo, si así puede llamarse, era de musgo y paja, aunque la mayor parte lo cubría el nido. Era lo único que aún quedaba firme; la cigüeña lo mantenía en pie.
Era una casa para ser vista, no para ser tocada; yo tenía que pasar con cuidado -dijo el viento-. No la habían derribado en consideración a la cigüeña, y, por otra parte, servía de espantapájaros. El preboste no quería echar a la cigüeña; por eso la choza fue respetada, y por eso la infeliz que la ocupaba pudo seguir habitándola. Debía agradecérselo al ave de Egipto -¿o quizás a aquella vez que, en el bosque de Borreby, intercedió por su silvestre hermano negro -. Entonces era una niña, un delicado y pálido jacinto del noble jardín. Bien se acordaba de aquellos días Ana Dorotea.
¡Oh, oh! -los hombres pueden suspirar, como suspira el viento entre los juncos y cañas. ¡Ay, no doblaron las campanas sobre tu sepultura, Valdemar Daae! No cantaron los pobres escolares cuando fue depositado en la tierra el ex-señor de Borreby. A todo le llega su fin, hasta a la miseria. La hermana Ida casó con un labriego, y aquélla fue para el padre la prueba más dura de todas. ¡Marido de su hija, un mísero siervo al que su señor habría podido condenar al potro! Y ahora, pudriéndose bajo tierra. ¿Y tú también, Ida? ¡Oh, sí, oh, sí! ¡Soy yo, pobre vieja, la que estoy aún aquí! ¡Mísera de mí, mísera de mí! ¡Socórreme, Jesús mío!
Ésta era la plegaria de Ana Dorotea en la ruinosa choza donde la dejaban vivir por consideración a la cigüeña.
A la más animosa de las hermanas la adopté yo -dijo el viento-. Se puso el vestido apropiado y se contrató como remero con un patrón de barco. Era parca de palabras, dura de gesto, pero presta al trabajo. Sin embargo, no sabía trepar; por eso la arrojé por la borda antes de que descubriesen que era mujer; y obré muy sensatamente -añadió el viento.
Una mañana de Pascua, como aquella en que Valdemar Daae había creído encontrar el oro, oí debajo del nido de cigüeñas, entre las ruinosas paredes, un canto religioso: el último que salía de los labios de Ana Dorotea.
No había ni un cristal, y sí sólo un agujero en la pared; el sol entraba por él, como un ascua de oro. ¡Aquello sí era brillo! ¡Se quebraron sus ojos y se quebró su corazón! Pero también lo habrían hecho, aunque no hubiese brillado el sol.
La cigüeña le proporcionó un techo hasta la hora de su muerte. Yo canté junto a su tumba -dijo el viento-. Canté también junto a la de su padre, sé dónde están las dos, no lo sabe nadie sino yo.
¡Nuevos tiempos, otros tiempos! Antiguos caminos se convierten en campos abiertos, fosos cercados pasan a ser carreteras, y pronto llega la locomotora, con su hilera de vagones rodando estruendosamente sobre aquellos fosos colmados, de los que no quedan ni los hombres. ¡Huuui! ¡Huye, huye!
Ésta es la historia de Valdemar Daae y de sus hijas. Cuéntenla mejor ustedes, si pueden- dijo el viento, volviendo la espalda.
Ya está fuera.
Cómo la sabiduria se esparció por el mundo |