Juan
Rulfo
(México, 1918-1986)
No oyes ladrar a los
perros
—Tú que vas allá arriba,
Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en
alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye
nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de
los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las
piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del
arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de
la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar
llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera,
fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que
Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el
monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro
de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.
El viejo se fue reculando
hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga
de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse,
porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que
allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y
así lo había traído desde entonces.
—¿Cómo te sientes?
—Mal.
Hablaba poco. Cada vez
menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba.
Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le
daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego
las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la
cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse
la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
—¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.
Primero le había dicho:
"Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré
mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como
cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna.
Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los
ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
—No veo ya por dónde
voy —decía él.
Pero nadie le contestaba.
E1 otro iba allá arriba,
todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre,
reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
—¿Me oíste, Ignacio?
Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba
callado.
Siguió caminando, a
tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a
tropezar de nuevo.
—Este no es ningún
camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado
el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que
está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá
arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí
—Te llevaré a Tonaya a
como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un
doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y
no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio
dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo quedita,
apenas murmurada:
—Quiero acostarme un
rato.
—Duérmete allí arriba.
Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi
azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó
de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía
agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no
lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo.
Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado
allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo
curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted.
Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras
mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el
viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a
sudar.
—Me derrengaré, pero
llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han
hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a
sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo
no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no
es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a
mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los
riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted
andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y
gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo
bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala
suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser
mi hijo.”
—Mira a ver si ya ves
algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo
me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
—¡Aguántate! Ya
debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber
apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los
perros. Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No
hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a
tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho
sueño.
—Me acuerdo cuando
naciste. Así eras entonces.
Despertabas con hambre y
comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te
habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy
rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia
a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que
te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su
sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató.
Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre
aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y
comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le
pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió
que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
—¿Lloras, Ignacio? Lo
hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo
usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de
cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo
han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos
no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a
quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?
Allí estaba ya el pueblo.
Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que
lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en
el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el
pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran
descoyuntado.
Destrabó difícilmente
los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al
quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y tú no los oías,
Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
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