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El adivino Era un campesino pobre y muy astuto apodado Escarabajo, que quería adquirir fama de adivino. Un día robó una sábana a una mujer, la escondió en un montón de paja y se empezó a alabar diciendo que estaba en su poder el adivinarlo todo. La mujer lo oyó y vino a él pidiéndole que adivinase dónde estaba su sábana. El campesino le preguntó: — ¿Y qué me darás por mi trabajo? — Un pud [1] de harina y una libra de manteca. — Está bien. Se puso a hacer como que meditaba, y luego le indicó el sitio donde estaba escondida la sábana. Dos o tres días después desapareció un caballo que pertenecía a uno de los más ricos propietarios del pueblo. Era Escarabajo quien lo había robado y conducido al bosque, donde lo había atado a un árbol. El señor mandó llamar al adivino, y éste, imitando los gestos y procedimientos de un verdadero mago, le dijo: — Envía tus criados al bosque; allí está tu caballo atado a un árbol. Fueron al bosque, encontraron el caballo, y el contento propietario dio al campesino cien rublos. Desde entonces creció su fama, extendiéndose por todo el país. Por desgracia, ocurrió que al zar se le perdió su anillo nupcial, y por más que lo buscaron por todas partes no lo pudieron encontrar. Entonces el zar mandó llamar al adivino, dando orden de que lo trajesen a su palacio lo más pronto posible. Los mensajeros, llegados al pueblo, cogieron al campesino, lo sentaron en un coche y lo llevaron a la capital. Escarabajo, con gran miedo, pensaba así: ‘Ha llegado la hora de mi perdición. ¿Cómo podré adivinar dónde está el anillo? Se encolerizará el zar y me expulsarán del país o mandará que me maten.’ Lo llevaron ante el zar, y éste le dijo: — ¡Hola, amigo! Si adivinas dónde se halla mi anillo te recompensaré bien; pero si no haré que te corten la cabeza. Y ordenó que lo encerrasen en una habitación separada, diciendo a sus servidores: — Que le dejen solo para que medite toda la noche y me dé la contestación mañana temprano. Lo llevaron a una habitación y lo dejaron allí solo. El campesino se sentó en una silla y pensó para sus adentros: ‘¿Qué contestación daré al zar? Será mejor que espere la llegada de la noche y me escape; apenas los gallos canten tres veces huiré de aquí.’ El anillo del zar había sido robado por tres servidores de palacio; el uno era lacayo, el otro cocinero, y el tercero cochero. Hablaron los tres entre sí, diciendo: — ¿Qué haremos? Si este adivino sabe que somos nosotros los que hemos robado el anillo, nos condenarán a muerte. Lo mejor será ir a escuchar a la puerta de su habitación; si no dice nada, tampoco lo diremos nosotros; pero si nos reconoce por ladrones, no hay más remedio que rogarle que no nos denuncie al zar. Así lo acordaron, y el lacayo se fue a escuchar a la puerta. De pronto se oyó por primera vez el canto del gallo, y el campesino exclamó: — ¡Gracias a Dios! Ya está uno; hay que esperar a los otros dos. Al lacayo se le paralizó el corazón de miedo. Acudió a sus compañeros, diciéndoles: — ¡Oh amigos, me ha reconocido! Apenas me acerqué a la puerta, exclamó: ‘Ya está uno; hay que esperar a los otros dos.’ — Espera, ahora iré yo — dijo el cochero; y se fue a escuchar a la puerta. En aquel momento los gallos cantaron por segunda vez, y el campesino dijo: — ¡Gracias a Dios! Ya están dos; hay que esperar sólo al tercero. El cochero llegó junto a sus compañeros y les dijo: — ¡Oh amigos, también me ha reconocido! Entonces el cocinero les propuso: — Si me reconoce también, iremos todos, nos echaremos a sus pies y le rogaremos que no nos denuncie y no cause nuestra perdición. Los tres se dirigieron hacia la habitación, y el cocinero se acercó a la puerta para escuchar. De pronto cantaron los gallos por tercera vez, y el campesino, persignándose, exclamó: — ¡Gracias a Dios! ¡Ya están los tres! Y se lanzó hacia la puerta con la intención de huir del palacio; pero los ladrones salieron a su encuentro y se echaron a sus plantas, suplicándole: — Nuestras vidas están en tus manos. No nos pierdas; no nos denuncies al zar. Aquí tienes el anillo. — Bueno; por esta vez os perdono — contestó el adivino. Tomó el anillo, levantó una plancha del suelo y lo escondió debajo. Por la mañana el zar, despertándose, hizo venir al adivino y le preguntó: — ¿Has pensado bastante? — Sí, y ya sé dónde se halla el anillo. Se te ha caído, y rodando se ha metido debajo de esta plancha. Quitaron la plancha y sacaron de allí el anillo. El zar recompensó generosamente a nuestro adivino, ordenó que le diesen de comer y beber y se fue a dar una vuelta por el jardín. Cuando paseaba por una vereda, vio un escarabajo, lo cogió y volvió a palacio. — Oye — dijo al campesino—: si eres adivino, tienes que adivinar qué es lo que tengo encerrado en mi puño. El campesino se asustó y murmuró entre dientes: — Escarabajo, ahora sí que estás cogido por la mano poderosa del zar. — ¡Es verdad! ¡Has acertado! — Exclamó el zar. Y dándole aún más dinero le dejó irse a su casa colmado de honores. |
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