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Ángela Figuera Aymerich,

poesias cortas

 


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Ángela Figuera Aymerich

Belleza cruel

Dadme un espeso corazón de barro,
dadme unos ojos de diamante enjuto,
boca de amianto, congeladas venas,
duras espaldas que acaricie el aire.
Quiero dormir a gusto cada noche.
Quiero cantar a estilo de jilguero.
Quiero vivir y amar sin que me pese
ese saber y oír y darme cuenta;
este mirar a diario de hito en hito
todo el revés atroz de la medalla.
Quiero reír al sol sin que me asombre
que este existir de balde, sobreviva,
con tanta muerte suelta por las calles.

Quiero cruzar alegre entre la gente
sin que me cause miedo la mirada
de los que labran tierra golpe a golpe,
de los que roen tiempo palmo a palmo,
de los que llenan pozos gota a gota.

Porque es lo cierto que me da vergüenza,
que se me para el pulso y la sonrisa
cuando contemplo el rostro y el vestido
de tantos hombres con el mido al hombro,
de tantos hombres con el hambre a cuestas,
de tantas frentes con la piel quemada
por la escondida rabia de la sangre.

Porque es lo cierto que me asusta verme
las manos limpias persiguiendo a tontas
mis mariposas de papel o versos.
Porque es lo cierto que empecé cantando 
para poner a salvo mis juguetes,
pero ahora estoy aquí mordiendo el polvo,
y me confieso y pido a los que pasan
que me perdonen pronto tantas cosas.

Que me perdonen esta miel tan dulce
sobre los labios, y el silencio noble
de mis almohadas, y mi Dios tan fácil
y este llorar con arte y preceptiva
penas de quita y pon prefabricadas.

Que me perdonen todos este lujo,
este tremendo lujo de ir hallando
tanta belleza en tierra, mar y cielo,
tanta belleza devorada a solas,
tanta belleza cruel, tanta belleza.

 



 

Bombardeo

Yo no iba sola entonces. Iba llena
de ti y de mí. Colmada, verdecida,
me erguía como grávida montaña
de tierra fértil donde la simiente
se esponja y apresura para el brote.
Era mi carne, tensa y ahuecada,
nido cerrado que abrigaba el vuelo
de un ala sin plumón y con grillete:
casi cristal y casi sueño. Tierna.

Iba llena de gracia por los días
desde la anunciación hasta la rosa.
Pero ellos no podían, ciego, brutos,
respetar el portento.
Rugieron. Embistieron encrespados.
Lanzaron sobre mí y mi contenido
un huracán de rayos y metralla.

Del más bello horizonte, del más puro
cielo de otoño vomitaron lluvia
de ciegos mecanismos destructores
que desataban sobre el cauce seco
del callejero asfalto sorprendido
los ríos de la sangre.

(...) Noches de sueño incierto, triturado
por la tremenda sinfonía
del frente en erupción y los caballos
del miedo galopando en explosivos.

Y la sangre con hambre que se exprime
hasta la última esencia
para nutrir al hijo sazonándose.

Y la desnuda soledad del cuerpo,
desorientado, desgajado en vivo
del cuerpo del amante.

Aquellas noches del pavor sin luces,
apelmazadas de odios y de ruinas,
yo te esperaba. Me llegaste a veces.
Del último bisel de la tragedia,
del borde mismo de la hirviente sima
venías hasta mí. Me contemplabas
con unos ojos llenos de agua sucia
donde asomaban rostros de cadáveres.
Ojos que procuraban ser risueños
y mansos al pasar por mi figura
y acariciar con luces de esperanza
la curva de mi vientre.

¡Con qué exaltada fuerza, con qué prisa,
con qué vibrar de nervios y raíces
nos quisimos entonces!

Yacíamos unidos, sin lujuria,
absortos en el hondo tableteo
de nuestros corazones. Escuchando
de vez en vez el tímido latido
del otro corazón encarcelado
que ya, para nosotros, gorjeaba.
Yo sonreía señalando el sitio
en que un talón menudo percutía
mis íntimas paredes en un ansia
gozosa de correr por los senderos
apenas presentidos.

Y, en medio del olvido refrescante,
en lo mejor del conseguido sueño,
surgía denso, alucinante, bronco,
el bélico zumbar de la escuadrilla.
Bramando, sacudiendo, despeñándose,
atropellándose los ecos
iban las explosiones avanzando,
cada vez más cercanas,
hasta que, al fin, la muerte en torrentera,
en avalancha loca, trascurría
sobre nuestras cabezas sin refugio.

Entonces tú, imperioso, dominante,
con un impulso elemental de macho
que guarda la nidada, con un gesto
ardiente y violento como el acto
de la amorosa posesión, cubrías
mi cuerpo con tu cuerpo enteramente,
haciendo de tus largos huesos duros,
de tu apretada carne exacerbada,
un ilusorio escudo indestructible
para el hijo y la madre.

Así, unidas las bocas, trasvasándonos
el tembloroso aliento, diluidos
en éxtasis de espanto y de delicia,
las almas contraídas, esperábamos...

No. Nunca nos quisimos como entonces.

 

 

 

Cañaveral

Entre las cañas tendida;
sola y perdida en las cañas.

¿Quién me cerraba los ojos,
que, solos, se me cerraban?

¿Quién me sorbía en los labios
zumo de miel sin palabras?

¿Quién me derribó y me tuvo
sola y perdida en las cañas?

¿Quién me apuñaló con besos
el ave de la garganta?

¿Quién me estremeció los senos
con tacto de tierra y ascua?

¿Qué toro embistió en el ruedo
de mi cintura cerrada?

¿Quién me esponjó las caderas
con levadura de ansias?

¿Qué piedra de eternidad
me hincaron en las entrañas?

¿Quién me desató la sangre
que así se me derramaba?

...Aquella tarde de Julio,
sola y perdida en las cañas.

 

 


 

Colina

Ola cuajada en la piedra
con espuma de romero,
hasta tu desnuda cima
me has levantado sin vuelo.
Sobre tu lomo clavada
-mástil sin vela en el viento-
de un horizonte redondo
soy matemático centro.
Ocres, amarillos, verdes,
me enredan los pensamientos...
-pinos, tierra; tierra, pinos;
Duero, chopos; chopos, Duero-.
El aire me hace sorber
tragos de frío silencio.
El péndulo de la tarde
me bate lento en el pecho.
El grito de un ave avanza,
hélice de agudo acero:
manos y boca me sangran
sólo de intentar cogerlo.

 

 

 

Cuando nace un hombre...

Cuando nace un hombre 
siempre es amanecer aunque en la alcoba 
la noche pinte negros cristales. 

Cuando nace un hombre 
hay un olor a pan recién cocido 
por los pasillos de la casa; 
en las paredes, los paisajes 
huelen a mar y a hierba fresca 
y los abuelos del retrato 
vuelven la cara y se sonríen.

Cuando nace un hombre 
florecen rosas imprevistas 
en el jarrón de la consola 
y aquellos pájaros bordados 
en los cojines de la sala 
silban y cantan como locos. 

Cuando nace un hombre 
todos los muertos de su sangre 
llegan a verle y se comprueban 
en el contorno de su boca. 

Cuando nace un hombre 
hay una estrella detenida 
al mismo borde del tejado 
y en un lejano monte o risco 
brota un hilillo de agua nueva. 

Cuando nace un hombre 
todas las madres de este mundo 
sienten calor en su regazo 
y hasta los labios de las vírgenes 
llega un sabor a miel y a beso. 

Cuando nace un hombre 
de los varones brotan chispas, 
los viejos ponen ojos graves 
y los muchachos atestiguan 
el fuego alegre de sus venas. 

Cuando nace un hombre 
todos tenemos un hermano.

 

 

 

Culpa

Si un niño agoniza, poco a poco, en silencio,
con el vientre abombado y la cara de greda.
Si un bello adolescente se suicida una noche
tan sólo porque el alma le pesa demasiado.
Si una madre maldice soplando las cenizas.
Si un soldado cansado se orina en una iglesia
a los pies de una Virgen degollada, sin Hijo.
Si un sabio halla la fórmula que aniquile de un golpe
dos millones de hombres del color elegido.

Si las hembras rehuyen el parir. Si los viejos
a hurtadillas codician a los guapos muchachos.
Si los lobos consiguen mantenerse robustos
consumiendo la sangre que la tierra no empapa.

Si la cárcel, si el miedo, si la tisis, si el hambre.
Es terrible, terrible. Pero yo, ¿qué he de hacerle?
Yo no tengo la culpa. Ni tú, amigo, tampoco.
Somos gente honrada. Hasta vamos a misa.
Trabajamos. Dormimos. Y así vamos tirando.
Además, ya es sabido. Dios dispone las cosas.

Y nos vamos al cine. O a tomar un tranvía.

 

 

 

Destino

Vaso me hiciste, hermético alfarero,
y diste a mi oquedad las dimensiones
que sirven a la alquimia de la carne.
Vaso me hiciste, recipiente vivo
para la forma un día diseñada
por el secreto ritmo de tus manos.

«Hágase en mí», repuse. Y te bendije
con labios obedientes al destino.

¿Por qué, después, me robas y defraudas?

Libre el varón camina por los días.
Sus recias piernas nunca soportaron
esa tremenda gravidez del fruto.

Liso y escueto entre ágiles caderas
su vientre no conoce pesadumbre.

Sólo un instante, furia y goce, olvida
por mí su altiva soledad de macho;
libérase a sí mismo y me encadena
al ritmo y servidumbre de la especie.

Cuán hondamente exprimo, laborando
con células y fibras, con mis órganos
más íntimos, vitales dulcedumbres
de mi profundo ser, día tras día.

Hácese el hijo en mí. ¿Y han de llamarle
hijo del Hombre  cuando, fieramente,
con decisiva urgencia me desgarra
para moverse vivo entre las cosas?
Mío es el hijo en mí y en él me aumento.
Su corazón prosigue mi latido.
Saben a mí sus lágrimas primeras.
su risa es aprendida de mis labios.
y esa humedad caliente que lo envuelve
es la temperatura de mi entraña.

¿Por qué, Señor, me lo arrebatas luego?
¿Por qué me crece ajeno, desprendido,
como amputado miembro, como rama
desconectada del nutricio tronco?

En vano mi ternura lo persigue
queriéndolo ablandar, disminuyéndolo.
Alto se yergue. duro se condensa.
Su frente sobrepasa mi estatura,
y ese pulido azul de sus pupilas
que en un rincón de mí cuajó su brillo
me mira desde lejos, olvidando.

Apenas sí las yemas de mis dedos
aciertan a seguir por sus mejillas
aquella suave curva que, al beberme,
formaba con la curva de mis senos
dulcísima tangencia.

 

 

 

Durar

Yo pasaré y apenas habré sido,
-frágil destino de mi pobre arcilla-.

Hijo, cuando yo no exista,
tú serás mi carne, viva.
Verso, cuando yo no hable,
tú, mi palabra inextinta.

 

 

 

El fruto redondo

Sí, también yo quisiera ser palabra desnuda. 
Ser un ala sin plumas en un cielo sin aire. 
Ser un oro sin peso, un soñar sin raíces, 
un sonido sin nadie... 
Pero mis versos nacen redondos como frutos, 
envueltos en la pulpa caliente de mi carne.

 

 

 

Éxodo

Una mujer corría.
Jadeaba y corría.
Tropezaba y corría.
Con un miedo macizo debajo de las cejas
y un niño entre los brazos.

Corría por la tierra que olía a recién muerto.
Corría por el aire con sabor a trilita.
Corría por los hombres erizados de encono.

Miraba a todos lados.
Quería detenerse.
Sentarse en un ribazo y con su hijo menudo.
Sentarse en un ribazo y amamantar en paz.

Pero no hallaba sitio.
No encontraba reposo.
No lograba la pausa sosegada y segura
que las madres precisan.
Ese viento apacible que jamás se interpone
entre el pecho y el labio.

Buscaba cerca y lejos.
Buscaba por las calles,
por los jardines y bajo los tejados,
en los atrios de las iglesias,
por los caminos desnudos y carreteras arboladas.
Buscaba un rincón sin espantos,
un lugar aseado para colocar una cuna.

Y corría y corría.
Dio la vuelta a la tierra.
Buscando.
Huyendo.
Y no encontraba sitio.
Y seguía corriendo.

Y el niño sollozaba débilmente.
Crecía débilmente
colgado de su carne fatigada.

 

 

 

La otra orilla

A la orilla del río, en una orilla,
miro la otra: juncos, hierva suave,
troncos erguidos, ramas en el viento,
cielo profundo, vuelos desiguales...

¿Y esta orilla?... Mirarla, verla, verme,
estando aquí y allí; completa, ubicua...

Cuando te miro, amado -amor en medio-
también quisiera estar en la otra orilla.

 

 


 

Muerto al nacer

No aurora fue. Ni llanto. Ni un instante 
bebió la luz. Sus ojos no tuvieron 
color. Ni yo miré su boca tierna... 

Ahora, ¿sabéis?, lo siento. 
Debisteis dármelo. Yo hubiera debido 
tenerle un breve tiempo entre mis brazos, 
pues sólo para mí fue cierto, vivo... 

¡Cuántas veces me habló, desde la entraña, 
bulléndome gozoso entre los flancos!...

 

 


 

Mujer

¡Cuán vanamente, cuán ligeramente 
me llamaron poetas, flor, perfume!...

Flor, no: florezco. Exhalo sin mudarme. 
Me entregan la simiente: doy el fruto. 
El agua corre en mí: no soy el agua. 
Árboles de la orilla: dulcemente 
los acojo y reflejo: no soy árbol. 
Ave que vuela, no: seguro nido.

Cauce propicio, cálido camino 
para el fluir eterno de la especie.

 

 

 

Mujer de barro

Mujer de barro soy, mujer de barro:
pero el amor me floreció el regazo.

Mujer
¡Cuán vanamente, cuán ligeramente
me llamaron poetas, flor; perfume!

Flor; no: florezco. Exhalo sin mudarme.
Me entregan la simiente: doy el fruto.
El agua corre en mí: no soy el agua.
Árboles de la orilla, dulcemente
los acojo y reflejo: no soy árbol.
Ave que vuela, no: seguro nido.

Cauce propicio, cálido camino
para el fluir eterno de la especie.

 

 

 

Nadie sabe

Abre tus ojos anchos al asombro
cada mañana nueva y acompasa
en místico silencio tu latido
porque un día comienza su voluta
y nadie sabe nada de los días
que se nos dan y luego se deshacen
en polvo y sombra. Nadie sabe nada.

Pisa la tierra. Vierte la simiente.
Coge la flor y el fruto. Sin palabras.
Pues nadie sabe nada de la tierra
muda y fecunda que, en silencio, brota,
y nadie sabe nada de las flores
ni de los frutos ebrios de dulzura.

Mira la llamarada de los árboles
irguiéndose en lo azul. Contempla, toca
la piedra inmóvil de alma intraducible
y el agua sin contornos que camina
por sus trazados cauces ignorándolos.
Sueña sobre ellos. Sueña. Sin decirlo.
Pues nadie sabe nada de los árboles
ni de la piedra ni del agua en fuga.

Mira las aves, altas, desprendidas,
rayando el sol a golpe de sus alas.
Toma del aire el trino y el gorjeo,
pero no quieras traducir su ritmo,
pues nadie sabe nada de los pájaros.
Mira la estrella. Vuela hasta su altura.
Toma su luz y enciéndete la frente,
pero no inquieras su remoto arcano
pues nadie sabe nada de la estrella.

Besa los labios y los ojos. Goza
la carne del amante sazonada
secretamente para ti. Acomete
con decisión humilde la tarea
del imperioso instinto. Crece y ama.
Mas nada digas del tremendo rito
pues nadie sabe nada de los besos,
ni del amor ni del placer ni entiende
la ruda sacudida que nos pone
el hijo concluido entre los brazos.

Clama sin gritos. Llora sin estruendo.
Cierra las fauces del dolor oscuro,
pues nadie sabe nada de las lágrimas.

Vete a hurtadillas con discreto paso.
Traspasa quedamente la frontera,
pues nadie sabe nada de la muerte.

 

 

 

Noche

Quietos en la noche clara.
Mi cara junto a tu cara;
la misma luna nos baña.

Piel contra piel, en mi cuerpo
siento el ritmo de un latido
¿es tu corazón o el mío?...

No sé cuándo me he dormido.

 

 

 


No quiero

No quiero
que los besos se paguen
ni la sangre se venda
ni se compre la brisa
ni se alquile el aliento.
No quiero
que el trigo se queme y el pan se escatime.

No quiero
que haya frío en las casas,
que haya miedo en las calles,
que haya rabia en los ojos.

No quiero
que en los labios se encierren mentiras,
que en las arcas se encierren millones,
que en la cárcel se encierre a los buenos.

No quiero
que el labriego trabaje sin agua
que el marino navegue sin brújula,
que en la fábrica no haya azucenas,
que en la mina no vean la aurora,
que en la escuela no ría el maestro.

No quiero
que las madres no tengan perfumes,
que las mozas no tengan amores,
que los padres no tengan tabaco,
que a los niños les pongan los Reyes
camisetas de punto y cuadernos.

No quiero
que la tierra se parta en porciones,
que en el mar se establezcan dominios,
que en el aire se agiten banderas
que en los trajes se pongan señales.

No quiero
que mi hijo desfile,
que los hijos de madre desfilen
con fusil y con muerte en el hombro;
que jamás se disparen fusiles
que jamás se fabriquen fusiles.

No quiero
que me manden Fulano y Mengano,
que me fisgue el vecino de enfrente,
que me pongan carteles y sellos
que decreten lo que es poesía.

No quiero amar en secreto,
llorar en secreto
cantar en secreto.

No quiero
que me tapen la boca
cuando digo NO QUIERO...

 

 

 

Sin llave

Me tienes y soy tuya. Tan cerca uno del otro
como la carne de los huesos.
Tan cerca uno del otro
y, a menudo, ¡tan lejos!...

Tú me dices a veces que me encuentras cerrada,
como de piedra dura, como envuelta en secretos,
impasible, remota... Y tú quisieras tuya
la llave del misterio...

Si no la tiene nadie... No hay llave. Ni yo misma,
¡ni yo misma la tengo!