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Jeannette Clariond,

poesias cortas

 


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Jeannette Clariond

 

A Olga Ayub en su descendimiento 

Una tierra devota, madre,
un vientre para la miel de lo perdido,
tierra de todos
en el insbrik, cobre esbelto donde la espuma
multiplicaba tu rostro.
Busco la duración y no aparece.
Veo desplegarse la oscuridad
labrada 
desde un brillo solitario. 

Surgen en mi incertidumbre
muertas
                  un puñado de hojas grises. 

Las formas ceden a lo inmóvil: 
humo obstinado en engarzar
las perlas. 

Sangra en el vidrio, astillada,
la claridad. 

Ráfagas, 
                  hojas 
y el blanco templo 
                 de muros que se esfuman. 
La memoria de los sueños 
son rosas que te salvan,
noticias que traen los pájaros cuando es preciso 
despertar sobre la rota espuma. 

La melancolía es destino
diciéndonos lo que no somos:
un huerto tejido de sombras,
la cicatriz de la tarde,
el rostro que lucha por saber quién fue. 

En el portal
los pájaros recuerdan
el viaje
               -y sin embargo 

temo perder lo que de ti queda cuando te vas.

 

 

 

Desnudo frente a un espejo 

El azul sargazo de tu desnudez,
las tristes cosas ante el espejo,
viejas cosas que se resisten, en su nostalgia, 
contra las nuevas cosas:
los muslos firmes de las muchachas,
trazo perfecto de Delvaux.

 



 

El pan de cada sombra

I. Esta costumbre, 
esta grave costumbre de perderse
al momento en que hilos,
hojas lanceoladas,
tenues luces 
de rostros 
se deslíen
y cuerpos se borran
como en una vieja fotografía. 

Hacienda, pan, 
todo guarda su nombre bajo la sombra. 

Siete vados antes de entrar a la ciudad
                         aún esparcen su mancha neblinosa. 


II. Ruinas, nogales, sicomoros
desmoronándose en mis manos,
y entre huellas
el asomo de un lugar. 

Espeso polvo, cordilleras,
nocturno el cañón 
donde los gansos blancos de Babícora
esparcen la ceniza que dejaste enterrada en el Chuvíscar,
en la distancia que llamamos cercana indiferencia,
sus múltiplos sumándose a la trayectoria de tus días. 

El eco de tus lamentos entre muros,
la soledad que ciñó tu muerte,
mito de noches y distancia, 
certeza de lo que no es. 


III. Arde la aurora,
alumbra la ciudad en ruinas,
el corredor de ancha bóveda,
los caminos de tierra,
el pantanoso piso de la caverna;
y buscas en tu cuerpo
ese cuerpo 
extraviado
que se hunde. 


IV. De noche las persianas,
los sueños 
alejando su frente, 
el vino que aromó la mesa,
el mediodía;
él era el mediodía, 
la morada,
el sueño de quien ve doblemente en los espejos; 
y en ese sueño el alarido,
la cuerda que nos ata 
de los crepúsculos
a la contemplación.
Hablará de tu luz, alas de hielo
devolviéndome el canto, 
la fuerza de los años
sostenida
en un atril. 


V. Qué lugar es éste en el que habito 
                de hojas y penumbra presentir. 
El polvo sella 
el hambre del recuerdo…
Cae la noche
entre el silbido de los trenes.
Vestida de novia 
la muñeca
de la hacienda va
por el pasillo oscuro. 


VI. Orlas, círculos en la arcada central.
El amor desciende sobre el imperio de la cera,
alumbra el pan de cada sombra,
las tardes de manganeso,
la puerta en la balaustrada
                       que abre al mar 
de tu borrasca. 

Vuelve a tu cuerpo lo marmóreo azuloso 
de raíz 
y desde el techo antorchas
cuando el agua del corazón adormece. 

La sequía adelanta una luz
y su palabra,
al centro, 
como una gran copa de alabastro. 


VII. Desde lo alto del jardín 
                  el ocelote;
desde lo alto la columna,
el blandor de la hierba, 
la sal,
la blanquísima túnica del olvido;
devastada ciudad, salutación del mago 
                  que de lejos aproxima
el resplandor, 
el invierno que adivinas
                  y hiere
                 –su cobija de escarcha. 

Junto al mar,
en el risco 
donde los pelícanos duermen,
una reja sobre tu rostro,
una casa vacía 
entre la cresta y la baja marea. 


VIII. Jardín donde la rosa desgajó sus pétalos
                              sobre altos aleros de ébano;
las demitasses bajo el péndulo,
el piano, su macramé
deshaciéndose
entre gasas y azogues de espejo. 

Un eco apenas luz
arde
en el recinto de azulejos. 


IX. La pileta al centro,
los adobes, la acequia
donde flotan nardos:
cóndores que se hunden
en la niebla;
la pérgola, el vino puesto,
la silenciosa sal,
el pozo oscuro de palomas,
la lluvia contra gastados cristales,
velas que resplandecen,
remota luz que enciende
el pasado a la mesa. 


X. Tres blancos potrillos se alejan…
La materia del deseo
gastada en la precisión de tus infinitos cálculos
es la noche rumiando
la dimensión del fruto,
breve en la mano abierta del invierno
sobre el blandor del pasto.
La materia del deseo, 
su precisión de infinito,
es la noche,
esta noche rumiando 
mi dimensión de fruto. 


XI. Entre aleros y campanas,
rezos y palomas se extienden
a lo largo de la calle.
Y la madre, abismada
en su ajetreo de alacenas,
en su ir y venir
por el negro lienzo, 
por el negro día
donde la hierba fenece.
Los aleros se desploman 
como palomas muertas.
Así van sumándose las horas,
el crujir de la madera,
las sombras de los sicomoros
en medio de un silencio,
en medio de un vacío 
que recorre tu espalda;
sumándose las horas,
largas horas de este invierno
que enmohece.
Mas la malla resguarda el jardín
entre azulejos.
Aquella edad
aún pende de la rama,
pájaro enfermo
que al anochecer 
se abre al caudal 
de una nostalgia que crece. 


XII. Dos ibis sosteniendo el tiempo,
cielos para que al menos
un instante pudiéramos soñar.
Luego, los altos montes,
atolones circundando la isla,
esa limitación tatuada 
                       de faro 
y llaga de raíz,
esa perpetua gaviota perdida entre los riscos,
esa raíz oscura de lago mudo y órbita violeta.
¡Oh madre! La muerte en tus manos
                      y en el orto
las rosas abiertas 
                      hacia la copa del ébano,
urnas que alumbran la levedad.
Y en el principio el Amor con sus alas rojas
sucediéndose 
sobre láminas de cobre
que su piel desprenden.
Fuego, manos, 
marchitan esta grave costumbre 
de rostros que se deslíen
y cuerpos que se borran como en una vieja fotografía. 

Hacienda, pan,
todo guarda su nombre bajo la sombra.

 

 

 

En las aguas de lo oscuro 

Rompe nave y orilla
y se sumerge.
Da de sí
lo que de sí no tiene.
Corazón náufrago:
desatas nubarrones
y sumerges 
               oscuramente 
el Alto Techo.

 


 


Estancias

Oscuridad
del mar en el que habito,
oscuridad, niebla,
mar
y furia en este vuelo,
oscuridad
y ni gaviota lejana,
ni certeza…
sólo pasos de muerto en mar abierto.

 

 

 

In requiem


Estoy cansada de amar, y de vivir,
y de morir.
Estoy cansada de pensar que amo, y que vivo,
y que muero.

Quiero salir del mundo
y entrar en mi casa.

Estoy cansada de vivir la orilla del amor.

Busco la cercanía del pez,
sus grandes ojos subterráneos.
Mis manos recorrerán su cuerpo,
hablaremos en burbujas,
óvalos serán nuestros besos.

Comeremos, dormiremos, nos abrazaremos al fondo
de las rocas.

Pero no basta ser pez. Oro en el ojo.
Es origen dar pasos en la niebla,
caminar la tempestad
y ropas y cabellos y cuerpos
se deslían, silentes, en la imagen.
 
 

 

 

Marzo 10, NY

I. Silencio blanco, sin pájaros,
y los árboles al soplo (nubes)
del ritmo del paisaje.
Entre lo que surge y lo que se va,
nieve deslíe la roca. Y el sonido del viento:
voces inciertas que lejanas
hielan
nuestras dubitativas acciones.
Una leve señal (un disparo) involuntaria
se retira de la Idea.
Desliz hacia la nada en un desierto
(presiente ya el temblor). 


II. Nuestras vidas se vuelven otras vidas,
inacabadas como brillo de cristal 
inacabado, y recordamos
lo fresco del rocío,
ya hoja quebradiza.
¿Somos historia? No, la mancha
invisible de la historia somos, humo
de imposible transparencia,
pero también el agua entre los robles. Mientras
tanto
sorbemos de la taza el amargo café
en que nos detenemos, inclinados los rostros. 


III. No historia, sino aliento en busca
de reverdecidas ramas.
Lloraste desleído el fulgor de esas ramas
y tuve miedo de en lo oscuro ver
con gélidos ojos de muñeca,
barca en lago sin agua, barca vacía. 

De tus pupilas 
vi nacer el mar, claridad inefable.
Años, túneles, torres electrificadas
recorrerías para encontrar mis manos. 


IV. El miedo es encontrar, pues encontrar
es encontrar la propia semejanza.
Interpretar los sueños
constituye aún nuestra peor pesadilla.
¿A quién representamos? ¿Qué parte del insecto encierra en sí el veneno?
Cada estación, como cada palabra,
traen su muerte 
-apenas alcanzada, remanso
de espaciadas violetas. ¿Y el Logos, 
Heráclito? ¿Para qué quiero un Logos?
Si lo que busco es alojar la luz en otra luz y
que juntas, justas, den Negro. 


V. Difícil encontrar la otra parte del fuego,
no aguja en el pajar, ojo enhebrando
la textura, suelto el hilván, entrar 
y salir, casi sin huella.
Fina, Angelina lo logró revisando
cada día su escribir, resguardada
bajo la espada de San Miguel y a la intemperie
en las altas mansiones de candiles sin lumbre. 


VI. Ciruelo reflejado en los cristales, otoño
cayendo, flacidez y deseo, contradicción
de la naturaleza a vendavales
volviendo a la primera imagen:
el manantial entre las piedras,
y el cachorro, su fuerte ternura, en la pradera
al borde de la floresta, la saliva
en la lengua de la leona, los círculos de fuego
en sus ojos. Ay, existir siempre es destiempo. 


VII. Sílabas con aroma de jazmín, tiestos cansados
y gastados cimientos, sentimientos
que revivimos sin conseguir acomodar
en relación con qué casas deshabitadas.
A las cinco el silencio del sacrificio
y la luz sobre el gallo, campanadas
sobre el húmedo pasto, insectos en las hojas
y el grito de las urracas. Ecos
de Dios, ¿de Su palabra? Morimos
muy abajo del cielo, ancestral
distancia que nos hunde
en la primera y única raíz: amanecer, sonidos.
Cielo de espejo, tierra de sepulcro.
No hay conclusión, no hay final. Hilo
y textura,
la luz del fruto, fría, dentro de mí. 


VIII. Mejor ceder al resplandor
del horizonte, irrefutable.
Sueño de Dios la vida, no en paz los dioses
que inventaron la guerra y la palabra, legado de los muertos.
El fuego nombra. Con él hablamos
acerca de la luz, hablamos, con él, luz.
El compartir engendra el primer rayo
de sol, como el que veo caer sobre el marrón plumaje
del gallo (negación).
Hablar de Dios, hundirse
en la incertidumbre. 


IX. ¿Medir nuestros sentires? ¿Acaso
no hay medida para el miedo del alma?
Su luz arrecia, irreversible.
El colibrí se nutre de la flor, nosotros
de deseo. Miro en silencio el cielo.
Un vuelo ocasional dispersa lo violeta del paisaje
para un sol que de golpe húndese
sin percibir que ya antes ascendía. 


X. De raíces nos habla esta luz
cuyo ser se pierde
en el frío corazón del agua.
Oigo y no oigo, entro sin entrar
a la serenidad
del mar tendido
hacia el silencio o risco de la noche.
Sombra la luna de agosto,
vuelo de un ave,
todo acercándose. Realidad que no alcanzan
nuestras vidas.

 



 

Mina 1004

Arder, yo vi a mi abuela arder.
Agosto. Chihuahua, 1956. Ella ardió,
su fuera y su dentro, ardió en la calle Mina 1004.
Vi a mi padre envolverla en una sábana, el colchón ardía;
las cortinas, la alfombra, su vestido
ennegrecieron. Todo lo recogió.
“No hagan ruido, su madre está cansada”.
Lo vi salir de luto esa tarde de agosto con su corbata negra.
La recogió. Ceniza y llanto recogió. 

El humo de la abuela en el zaguán, las tías
sorbiendo ásperos los grumos del café. 

Había que borrar lo oscuro que dolía,
disolver la sal, el llanto,
abrazarse y sofocar el temblor del viaje.
Escuchar a Paul Anka y en la falta de pulso
rayar el disco de 45 revoluciones por minuto. 

Por instantes vivía, por instantes
todo fue púrpura: ella, el
cansancio, las frondas de los álamos. Después
el vidrio, el vidrio en el cedro,
el rostro quemado bajo el humo. 

Ella, mi madre, también ardió. En lágrimas su sonrisa apagada:
“Arréglame el pelo, me dijo, déjame salir
a ver si ya está seca la ropa”. 

Tuve miedo. De que sus pasos lentos no volvieran, de la tersura
de la hoja, del sigiloso carcomer,
del reseco peso de la hiedra, ya sin muro, del
florero en la cocina, sin flores. De ese cuarto ciego con su muerte tuve miedo.
De mí misma y el filtrarse del viento
que se llevaba el polvo de los sicomoros.

 



 

Niebla

I. Breve sustancia la niebla,
su clarísimo carbón, su pátina de viento…
la tierra apenas humedece 
la piedra circular donde manan antiguos destellos,
el néctar petrificado,
cristales de este invierno;
y en generosa calma 
buscar entre menudos giros 
otoño adentro
los recuerdos
cuando todo es cascada acreciendo su abandono. 


II. Bajo el murmullo de los álamos
la voz, ese leve impulso 
contra el cielo,
un surco de gaviotas,
ese mar entero
                de brazos que extienden su corazón de nuez,
horas de este invierno
como un tigre,
su callada resurrección entre sombras,
la vida,
recordarás la vida,
breve sustancia, voz,
lámpara que es niebla 
ante el espejo. 


III. Todo olvido guarda una luz,
un nombre cada fotografía,
un año cada árbol;
dorada en semillas, de grisácea arcada,
la oropéndola teje su nido. 

Las nocturnas copas de los árboles
son nuestras. Nos hundimos
y no basta llegar a la raíz;
ese perderse entre sus copas subterráneas
es la voz, incierta y estrecha
apenas arde;
hora del comienzo y el fin,
suma de moradas bajo la luz de los olvidos. 


IV. Sobre lajas se fija el resplandor
de un cielo rasgado,
                    y en la inmensidad
íntima de los bosques,
aquella edad del que nada sabía,
abierta a la luz de los deseos.
Pero la niebla ciega cualquier señal.
Ocre de raíz a río
la forma devanada de la noche,
su aliento apenas audible:
voz incierta, 
apenas arde,
álamo distante 
que flota en el seno de este sueño. 


V. Nada queda,
sólo esa sensación de carne que se desmorona
en un paisaje de invierno. 

Porque fuego es presagio de hielo,
desnudez de ángel, opreso laberinto,
ausencia 
                   con dedos de sangre dibujada. 


VI. Ligera, se va perdiendo entre los álamos
segura de su luz,
aroma de agua quieta;
en lo fugaz 
del arrullo primero
la leve coincidencia. 

Sólo una noche basta para alumbrar
el lento ascenso
en tenue pulso que retorna.
Dentro del hálito la quietud, su deseo
estalla
sin dispersar fragmentos. 

Desde la raíz, entera, la frágil voz regresa. 


VII. Todo aguarda tras el ventanal: el estero,
los ánsares, este sentir apenas el reflejo
porque oblicua nace la sombra,
la conjunción que cierra la niebla,
esa materia finísima del sueño,
su naciente verdad que llama desde lo hondo,
la desierta memoria que germina. 
 


 

Ruinas

La luz es sólo apariencia de la luz...
Acaso viento, 
              derrumbe. 

La antigua ciudad 
              ya reposa bajo el agua.

 

 

 

Sed

Ser luz que alumbra tordos entre las hojas,
sol penetrando la abierta llaga,
niebla que transforma el destino de tu sueño,
desolación de faro,
gaviota sedienta
que se aleja cuando la lluvia.

 

 

 

Todo antes de la noche

El viento
desmoronaba el barro,
vértigo, dolor era ese viento
en su descenso: 
                   el encuentro 
                   con la primera voz:
la muerte. 

El muro de raíz sedienta
rasga cielos 
de aquella hora. 

De nuevo brotarán
salmos 
palabras destejiendo
sobre el espejo. 

Apenas el agua circundó la tierra
en su centro 
se abrieron cavidades:
el viento devoró las copas de los cedros, 
los nidos, el rostro de aquella voz. 

Creer, crear la oración
que nombre su presencia, 
el misterio
de su alma desprendida. 

Cielo esta boca, hojas
la orilla,
el río congelado
y la tierra del recuerdo 
evaporando
su fragmento de piel. 

Mi ser, 
mi ser errante,
mi ser,
miseria entrando,
mi ser
             silueta. 

Lo que no fui, siendo
afina su sombra. 

Ceguera: ahí estarás. 

Desde lo hondo
al viento
la dispersa ruina. 

Morir, morir dentro 
del árbol
al aire y lumbre 
florecido. 

              Hija del hambre, 
tus pasos segará
la pétrea luna. 

Voces, voces distantes,
espejos,
palabras piedra:
Todo antes de la noche. 

Hay una luz 
en su aliento 
de árbol,
pájaros
de aquella tarde 
en fuego revestida
sobre los huertos.
Luz
el aliento del árbol.
Pájaros,
hombres,
en esa estancia herida. 

Amar la luz 
de aquella nube de ceniza,
los once túneles,
las huellas de las bestias,
caminos que entre las humaredas
caen del cielo. 

Tierra dispersa de semilla, 
guarda la salvación,
el silencio en la piedra,
la mirada del río en su sollozo. 

Tierra dispersa de ceniza,
guarda la salvación,
ama la luz de aquella nube, 
los límites,
                        el alba. 

Van los hombres y las cosas 
hacia la estancia primera.
La travesía es la voz. 
Del monzón de arenas
emerge lo olvidado,
el polvo se levanta 
en pequeños círculos.
Van a la entrada
del silencio.
A lo largo 
la quietud,
la sagrada quietud 
del sueño que los sueña.