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José María Blanco,

poesias cortas

 


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José María Blanco

A doña María Ana Beck

Cual tañedor de armónico instrumento
Que deseando complacer, lo mira,
Hiere al azar sus cuerdas, y suspira
Incierto, temeroso y descontento;

Si escucha un conocido, tierno acento,
Anhelante despierta, en torno gira
los arrasados ojos y respira
Poseído de un nuevo y alto aliento,

Tal, si aún viviese en mí la pura llama
Y el don de la divina poesía,
Pudiera yo cantar a tu mandado;

Mas el poeta humilde que te ama,
Teme tocar ¡oh María Ana mía!
Un laúd que la edad ha destemplado.

 

A Dorila

Te engañas, mi Dorila,
si juzgas que rendido
de amar sin esperanza
se verá el pecho mío;
que no, no es tan tirano,
cual dicen, el Dios niño,
y sabe aun con las ansias
dar premios exquisitos.
Son necios los amantes
que llaman su dominio
cruel, y que maldicen
sus cadenas y grillos.
Dorila, yo te adoro;
y el ardor en que vivo,
es el premio y la gloria
que el adorarte pido.
Peno ¡ay triste! mas tengo
en tu rostro divino
de mis crueles ansias
un dulce y cierto alivio:
pues aun cuando mi pecho
más agitado miro,
volviendo a ti los ojos
ledo que da y tranquilo.
Y si del rostro amable
el influjo benigno
me es negado, y ausente
mi fuego es más activo,
tu dulce nombre entonces
tiernamente repito,
y un nuevo fuego enciendo,
con que aplaco el antiguo.
¡Ay! de esta suave llama
los amantes deliquios
sólo es dado gozarlos
a quien sabe sentirlos.
Zagala, no te engañes,
que aun el más afligido
pagado está, si logra
dar a tiempo un suspiro.

 

 

La persecución religiosa

¡Gran Dios, cómo atormenta
Con crueldad sin igual, el hombre al hombre!
Ya con furia violenta
Se arrastran al cadalso y a la hoguera;
Ya con malicia refinada y lenta,
Impiden la víctima que muera,
Y, pues no quiere a discreción rendirse,
Buscan cómo obligarla a maldecirse.

¿Y quién es el verdugo,
Quién el juez sin piedad? ¿Un sacerdote
Del antiguo Moloc infanticida?
No; de un Dios (según dice) a quien le plugo,
Por amor de los hombres dar la vida.

Su ministro se llama y toma el Mote
De mansedumbre; Paz es su divisa,
Mas ¡ah! qué mal se avisa
El que en tal mansedumbre confiado.
Duda modestamente
Su saber infalible: De repente
Verá al Cordero en un León mudado.

«No es humano saber, ni saber mío
(Responde el Santo Preste, en ira ardiendo)
Audaz, mortal, en el que yo confío:
Del cielo descendido,
Reposó en mí un influjo soberano,
Que ha de humillar todo saber humano».

¿Reposó en ti? ¿Mas cómo es que contiende
Consigo mismo el inspirado bando?
Cuál cadena volcánica se entiende
Llama sacerdotal, que rebosando
El universo enciende.
El cielo contra el cielo peleando
Es odioso espéctaculo, que ofende
Al hombre racional. Qué! ¿Envolvió en guerra
El cielo a los que dio a regir la tierra?

Haced la paz primero
Entre vosotros si queréis que escuche
Vuestra doctrina del Universo entero
No procuréis que luche
El ignorante pueblo en las querellas
Con que esparcís centellas
De odios inextinguibles
Más que el error a la virtud temibles.

Mas en vano os exhorto:
Del Fanatismo y la ambición aborto,
Los que tenéis raíces e el cielo
Nunca podéis dejar en paz el suelo.

 

 

La revelación interna

¿Adónde te hallaré, Ser Infinito?
¿En la más alta esfera? ¿En el profundo
abismo de la mar? ¿Llenas el mundo
o en especial un cielo favorito?

«¿Quieres saber, mortal, en dónde habito?»,
dice una voz interna. «Aunque difundo
mi ser y en vida el universo inundo,
mi sagrario es un pecho sin delito.

»Cesa, mortal, de fatigarte en vano
tras rumores de error y de impostura,
ni pongas tu virtud en rito externo;

»no abuses de los dones de mi mano,
no esperes cielo para un alma impura
ni para el pensar libre fuego eterno».