Érase una vez un rey, y el gobernante más poderoso en el mundo entero. Amable y justo en la paz, y aterrador en la guerra. Sus enemigos le temían, mientras que sus seguidores estaban felices y contentos. Su esposa y fiel compañera era encantadora y hermosa. De su unión había nacido una hija.
Su palacio, grande y magnífico, estaba lleno de cortesanos, y sus establos de caballos grandes y pequeños, de todo tipo. Pero lo que sorprendía a todos al entrar en estos establos era que el lugar de honor, el cajón más grande, lo ocupaba un burro con dos grandes orejas. Sin embargo el animal se mostraba digno; por las mañanas, en lugar de estiércol, dejaba caer una gran carga de monedas de oro sobre la tierra del establo.
Pero el Cielo, en el que parecen mezclarse bien y mal, de repente permitió que una enfermedad terrible atacara a la reina. Se buscó ayuda en todos los lados, pero ni los experimentados médicos ni los charlatanes fueron capaces de detener la fiebre que aumentaba a diario. Finalmente, su última hora llegó, y la reina le dijo a su marido:
―Prométeme que si cuando me haya ido encuentras una mujer más sabia y más hermosa que yo, te casarás con ella; y así proporcionarás un heredero al trono.
Segura de que sería imposible encontrar una mujer así, la reina de este modo quiso asegurarse de que el rey no volvería a casarse. El rey aceptó las condiciones de su esposa, y poco después ella murió en sus brazos.
Durante un tiempo el rey apenas pudo soportar su dolor, tanto de día como de noche. Algunos meses más tarde, sin embargo, con la insistencia de sus cortesanos, accedió a casarse de nuevo, pero esto no fue un asunto fácil, pues tenía que cumplir la promesa de su esposa, y buscase por donde buscase no encontraba una nueva esposa con todas las atracciones que exigía. Sólo su hija tenía un encanto y belleza que incluso la reina no había poseído.
Así que sólo casándose con su hija podía satisfacer la promesa que le había hecho a su esposa moribunda, por lo que inmediatamente le propuso matrimonio. Ésto asustó y entristeció a la princesa, que trató de mostrarle su padre el error que estaba haciendo. Profundamente preocupada por el giro de los acontecimientos, ella buscó a su hada madrina que vivía en una cueva de coral y perlas.
―Sé por qué has venido aquí ―dijo su madrina―. En su corazón hay una gran tristeza. Pero yo estoy aquí para ayudarte y nada puede hacerte daño si sigues mi consejo. No debes desobedecer a tu padre, pero le dirás que debes tener un vestido que tenga el color del cielo. Sin duda él nunca será capaz de cumplir con esta condición.
Y así la joven princesa se lo dijo a su padre, temblando. Pero él, el momento en que escuchó su petición, convocó a sus mejores sastres y les ordenó, sin tardanza, que le confeccionaran un vestido del color del cielo, o si no les aseguró que los colgaría a todos.
Al día siguiente le llegó el vestido a la princesa. Era del más hermoso azul del cielo. Llena ahora de felicidad y miedo, y sin saber qué hacer, acudió de nuevo su madrina y le dijo:
―Pide un vestido del color de la luna. Seguramente tu padre no será capaz de darte esto.
Pero tan pronto como la princesa hizo la petición, el rey convocó a sus bordadoras y sastres y ordenó un vestido del color de la luna que debía terminarse antes del cuarto día. Ese mismo día se terminó y la princesa de nuevo se encantó con la belleza de las telas.
Pero aún así su madrina la instó una vez más a hacerle una petición al rey, esta vez para un vestido tan brillante y luminoso como el sol. Esta vez el rey convocó a un joyero rico y le ordenó hacer una tela de oro y diamantes, advirtiéndole que si no lo lograba, moriría. En de una semana el joyero había terminado el vestido, tan bello y radiante que deslumbró a los ojos de todos los que lo vieron.
La princesa no sabía cómo agradecerle esto al rey, pero una vez más su madrina le dijo al oído.
―Pregúntale por la piel del burro en el establo real. El rey no tendrá en cuenta esta solicitud en serio. A menos que esta vez me equivoque, no la recibirás.
Pero ella no entendía lo extraordinario que era el deseo del rey para complacer a su hija. Casi inmediatamente la piel del burro fue llevada ante la princesa.
Una vez más se asustó y una vez más su madrina acudió en su ayuda.
―Finge que te rindes ―dijo―. Promete cualquier cosa que desee, pero, al mismo tiempo, prepara para escapar a algún país lejano. Aquí hay un cofre en el que vamos a poner tus ropas, tu espejo, las cosas para tu aseo, tus diamantes y otras piedras preciosas. Y te daré mi varita mágica. Cada vez que la tengas en tu mano, el cofre te seguirá a todas partes, siempre escondido bajo tierra. Cada vez que se desees abrirlo, tan pronto como toques la varita en el suelo, aparecerá el cofre. Para desaparecer, la piel del asno será un disfraz formidable; cuando te metas dentro de ella nadie creerá que alguien tan hermoso puede estar oculto en algo tan espantoso.
Temprano por la mañana la princesa desapareció cuando se la llamó. Buscaron por todas partes: en las casas, a lo largo de los caminos, donde quiera que podría haberse ido, pero en vano. Nadie pudo imaginar dónde estaba ni qué había sido de ella.
La princesa, por su parte, continuaba su huida. En su largo camino, cada vez que se encontraba con alguien, extendía las manos y suplicaba por trabajo. Pero su horrible aspecto y su repulsivo disfraz de piel del asno hizo que nadie quisiera tener nada que ver con semejante criatura.
Viajo lejos, y más lejos cada vez, hasta que finalmente llegó a una granja donde necesitaban un infeliz para lavar los paños de cocina y limpiar los comederos de los cerdos. También la hicieron trabajar en un rincón de la cocina, desde donde oía chistes y burlas hacia ella de los demás criados.
En domingo, que tenía un poco de tiempo libre, después de haber completado sus tareas matutinas se fue a su habitación y cerró la puerta y se bañó. Luego abrió el cofre que siempre llevaba consigo, sacó los frascos de tocador y los colocó, con el espejo, delante de ella. Después de arreglarse y recuperar su belleza, una vez más se probó el vestido de luna; luego aquel que brillaba como el sol; y por último el hermoso vestido azul cielo. Su único pesar era que no tenía suficiente espacio para extender sus pertenencias. Ella era feliz, sin embargo, al verse joven de nuevo, y este placer fue la que hizo que semana tras semana siguiese trabajando en la granja.
En esa gran finca en la que trabajaba había un aviario que pertenecía a un poderoso rey. Todo tipo de pájaros inusuales de colores extraños se guardaban allí. El hijo del rey a menudo se detenía en aquella granja cuando volvía de cazar con el fin de descansar y disfrutar de una bebida fresca con sus cortesanos.
Desde la distancia, Piel de Asno lo miraba con ternura y recordaba que debajo de su suciedad y viejas ropas todavía tenía el corazón de una princesa. «¡Qué guapo es!», pensó. «¡Qué bondadoso! ¡Lo feliz que debe ser aquella a la que ha prometido su corazón! Si me diera un vestido, tan sólo el más simple, me sentiría más espléndida que llevando cualquiera de los que tengo».
Un día el joven príncipe, aburrido yendo de patio en patio, salió al pasillo oscuro donde Piel de Asno tenía su humilde habitación. Por curiosidad puso su ojo en el ojo de la cerradura. Era un día festivo y Piel de Asno se había puesto su vestido de oro y diamantes que brillaba tanto como el sol. El príncipe se quedó sin aliento ante su belleza, su juventud y su modestia. Tres veces estuvo a punto de entrar en su habitación, pero cada vez que lo meditaba se abstenía.
A su regreso al palacio de su padre, el príncipe llegó pensando la imagen de la joven, suspirando día y noche y negándose a asistir a cualquiera de las fiestas o carnavales. Perdió el apetito y, finalmente, se hundió en la melancolía triste y mortal. Comenzó a preguntar quién podría ser aquella bella doncella que vivía entre tanta miseria, y se le comunicó que se trataba de Piel de Asno, la criatura más fea que uno podría encontrar. Él no lo creyó, y se negó a olvidar lo que había visto.
Su madre, la reina, le pidió que le explicara qué le ocurría. Él no dijo nada, sino que gimió, lloró y suspiró. Y no lo hizo hasta que comunicó que quería a Piel de Asno para cocinarle a él un pastel con sus propias manos.
―¡Cielos! ―le dijeron sus súbditos―; ésta Piel de Asno no es más que una pobre criatura desdichada y miserable.
―No hay ninguna diferencia ―respondió la reina―. Hay que hacer lo que dice. Es la única manera de salvarlo de esta tristeza.
Así que Piel de Asno tomó un poco de harina de la mejor calidad, y un poco de sal, y un poco de mantequilla con y algunos huevos frescos, y se encerró sola en su habitación para hacer la tarta. Pero primero se lavó la cara y las manos y se puso un delantal de plata en honor a la tarea que había emprendido.
Ahora bien, la historia cuenta que, trabajando quizás un poco demasiado rápido, cayó de los dedos de Piel de Asno a la masa de la tarta un anillo de gran valor. Algunos de los que conocen el desenlace de la historia piensan que pudo haber puesto allí la joya a propósito, y es probable que tengan razón, porque cuando el príncipe se detuvo en la puerta y miró a través del ojo de la cerradura, ella pudo haberse dado cuenta de que la espiaba. Y estaba segura de que el anillo sería recibido con gran gozo por parte de su enamorado.
El príncipe encontró la torta tan buena y sabrosa, ¡que le entró un apetito voraz y casi se tragó el anillo! Cuando vio la bella esmeralda y la banda de oro que había trazado la forma del dedo de Piel de Asno, su corazón se llenó de una alegría indescriptible. Puso aquella joya bajo su almohada, pero su enfermedad se agravó diariamente hasta que, finalmente, los médicos, al verlo empeorar, llegaron a la conclusión de que estaba enfermo de amor.
El matrimonio, pese a lo que se diga en su contra, es un excelente remedio para el mal de amor. Y por eso se decidió que el príncipe debía casarse.
―Pero insisto ―decía―, que me casaré sólo con la persona en cuyo dedo encaje este anillo.
Esta extraña demanda sorprendió tanto al rey como a la reina, pero el príncipe estaba tan enfermo que no se atrevieron a negársela.
Comenzó una gran búsqueda para encontrar aquella dama en cuyo dedo encajara el anillo, sin importar su condición social o lugar de procedencia. Se rumoreaba en toda la tierra que con el fin de ganar la mano del príncipe las muchachas debían tener el dedo muy fino. Cada oportunista llegó con su propio método para aparentar tener los dedos estrechos. Un charlatán ideó un método que consistía en raspar el dedo con lija. Otro recomendaba cortar un trozo de piel. Y aún otro había confeccionado cierto ácido para disminuir la anchura de los huesos.
Por fin los ensayos se iniciaron con las princesas, las marquesas y las duquesas, pero sus dedos, aunque delicados, eran demasiado grandes para el anillo. A continuación la condesas, las baronesas y toda la nobleza presentaron sus manos, pero todo en vano. Luego vinieron las chicas que trabajan en pueblos y en el campo, que a menudo tenían los dedos delgados y bellos, pero el anillo tampoco encajaba en ellos.
Finalmente fue necesario recurrir a las sirvientas, las ayudantes de cocina, las esclavas y las avicultoras con las manos rojas y sucios. Poner el pequeño anillo en sus dedos torpes era como intentar enhebrar una cuerda grande por el ojo de una aguja.
Por fin, los ensayos se terminaron. Sólo quedaba Piel de Asno en su rincón de la cocina de la granja. ¿Quién podría pensar que nunca sería reina?
―¿Y por qué no? ―preguntó el príncipe―. Decidle que venga aquí.
En ese momento algunos comenzaron a reírse; otros gritaban en contra de traer esa criatura espantosa a la habitación. Pero cuando ella sacó de debajo de la piel de asno una pequeña mano tan blanca como el marfil y se vio que el anillo de esmeralda y oro encajaba perfectamente, todo el mundo se quedó asombrado.
Se dispusieron a llevarla ante el rey, pero ella les pidió que antes de que se la presentase ante su amo y señor, le permitieran cambiarse de ropa. A decir verdad hubo un poco de burla ante esta petición, pero cuando llegó al palacio en su hermoso vestido, de una belleza a la que nunca hubiera sido igualado, con su pelo rubio todo decorado de diamantes y sus ojos azules, dulce y atractiva, entonces incluso las damas de la corte de gran hermosura parecían, en comparación, haber perdido todos sus encantos. En toda esta felicidad y emoción, el rey no pasó por alto los encantos de su futura hija, y la reina estaba del todo encantada con ella. El propio príncipe encontró su felicidad casi más de lo que podía soportar. Los preparativos para la boda se comenzaron de inmediato, y se invitó a los reyes de todos los países cercanos y lejanos. Algunos vinieron de Oriente, montados en enormes elefantes. Otros eran tan feroces asustaban a los niños pequeños. De todos los rincones del mundo llegaron y acudieron a palacio en gran número.
Pero ni el príncipe ni los muchos reyes que acudieron llegaron con tanto esplendor como lo hizo el padre de la novia, que al reconocerla la abrazó y le pidió perdón.
―¿Qué bondad tiene el Cielo ―dijo―, al dejar que te vuelva a ver, mi querida hija.
Llorando de alegría, la abrazó con ternura. Su felicidad era compartida por todos, y el futuro marido estaba encantado de saber que el padre de su futura esposa era un rey tan poderoso. En ese momento llegó el hada madrina, cómo no, y contó toda la historia de todo lo que había pasado, incluyendo el glorioso final de Piel de Asno.
No es difícil ver que la moraleja de esta historia es que es mejor someterse a las mayores dificultades antes que fallar en el deber de uno; y que la virtud puede a veces parecer nefasta pero siempre, al final, triunfará.
La historia de Piel de Asno puede ser difícil de creer, pero siempre y cuando haya niños, padres y abuelos en este mundo, será recordada por todos.
Texto traducido de la traducción al ingles, Donkey Skin, de A.E. Johnson
en Old-Time Stories told by Master Charles Perrault.
Biografía
Los hermanos Grimm, Jacob Grimm (1785-1863) y su hermano Wilhelm (1786-1859) nacieron en Hanau, Hesse (Alemania). A los 20 años de edad, Jacob trabajaba como bibliotecario y Wilhelm como secretario de la biblioteca. Ambos catedráticos de filología alemana, ya antes de llegar a los 30 años habían logrado sobresalir gracias a sus publicaciones y cuentos.
Conocidos sobre todo por sus colecciones de canciones y cuentos populares, así como por los trabajos de Jacob en la historia de la lingüística y de la filología alemanas, eran los dos hermanos mayores de un total de seis, hijos de un abogado y pastor de la Iglesia Calvinista.
Siguiendo los pasos de su padre, estudiaron derecho en la Universidad de Marburgo (1802-1806), donde iniciaron una intensa relación con C. Brentano, quien les introdujo en la poesía popular, y con F. K. von Savigny, el cual los inició en un método de investigación de textos que supuso la base de sus trabajos posteriores. Se adhirieron además a las ideas sobre poesía popular del filósofo J.G. Herder.
Entre 1812 y 1822, los hermanos Grimm publicaron los Cuentos infantiles y del hogar, una colección de cuentos recogidos de diferentes tradiciones, a menudo conocida como Los cuentos de hadas de los hermanos Grimm. El gran mérito de Wilhelm Grimm fue el de mantener en esta publicación el carácter original de los relatos. Siguió luego otra colección de leyendas históricas germanas, Leyendas alemanas (1816-1818). Jacob Grimm, por su parte, volvió al estudio de la filología con un trabajo sobre gramática, La gramática alemana (1819-1837), que ha ejercido gran influencia en los estudios contemporáneos de lingüística.
Fueron profesores universitarios en Kassel y Göttingen. Siendo profesores de la Universidad de dicho lugar, los despidieron en 1837 por protestar contra el rey Ernesto Augusto I de Hannover. Al año siguiente fueron invitados por Federico Guillermo IV de Prusia a Berlín, donde ejercieron como profesores en la Universidad Humboldt y como miembros de la Real Academia de las Ciencias.
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