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CUENTOS POPULARES
Cuento popular, cuento corto, El secreto de la estatua
EL
SECRETO DE LA ESTATUA Muy temprano, antes de
meterse en el obrador donde desaparecía el tiempo y pintaba horas y horas, a
Gregorio le gustaba subir a la azotea de su casa.
Era una mañana de un azul
que se introducía por los poros como si flotara en el espacio. El vapor de agua
que, como un espeso capuchón arropa los cerros de Santafé de Bogotá la mayor
parte del día, se convertía de repente en un aire dorado y transparente,
quieto y fresco. No había nada que se le comparara en ninguna parte del mundo.
Entonces Gregorio olvidaba
sus años. Era de nuevo el muchacho que madrugaba a trepar a los cerros, en
busca de aquellas plantas de las que los indios extraían tintes para fabricar
sus mantas de algodón. No había otros más firmes y brillantes.
Una mujer,
vieja como una momia que vivía en una cueva del cerro de La Peña y a la que
Gregorio regalaba bizcochuelos y chocolate, le había enseñado que los colores
azules y violáceos se sacan de las maticas de árnica. Para ese objeto resultaba
también muy a propósito la villa de Bogotá, lo mismo que el espino puyón.
Daban un hermoso tono morado indeleble. De la guaba lo mismo que de la
cochinilla, proced?a el color carmín. Para los tonos sepias aprovechaba los líquenes
y musgos, tan abundantes. Al tocarlos, Gregorio daba gusto no sólo a sus manos
sino tambien a su alma.
gualmente la vieja lo había
informado sobre los mejores sitios para conseguir arcillas de distintos colores
y clases. A Ráquira mandaba un muchacho, a buscar tierras doradas.
Maceraba todo en una
piedra instalada en el huerto de la casa. (Aún estaba allí en la época en que
otro pintor, Roberto Pizano, escribió la biografía de Vasquez; a lo mejor
sigue en el mismo lugar, y algún niño la encontrará, si mira bien. Será como
si se apoderara de un tesoro). Gracias a las fórmulas de
la vieja india, que era sabia, Gregorio había aprendido a echar una goma elástica
sobre los colores para que brillaran más. Si no hubiera sido por esa mujer que
lo quería como a un hijo, Vasquez no pintaría con aquella maestr?a que todos
le admiraban.
Los cerros santafereños
no le regalaban únicamente las plantas y las tierras. Le ofrecían otro don:
los venados. Cuando surgían en los bosquecillos, con sus movimientos nerviosos
y ágiles, Gregorio los devoraba con los ojos. Para que nunca se escaparan, quería
meterlos en sus lienzos. En sus buenos tiempos había
sido un arrogante cazador. Ayudado por sus buenos galgos y sabuesos practicaba
el ojeo, la batida y la cetrería. Portaba en su diestra un halcón dotado de la
velocidad del rayo. En la laguna de La
Herrera, cerca a Santafé, a la que acudían miles de patos emigrantes, hacía
con frecuencia buena provisión de aves, que entregaba a su esposa Jerónima
para que los guisara.
Qué dulce, paciente,
segura y maternal había sido siempre ella. Hacía las delicias de un marido
fiel y rendido como Gregorio. Parecía un ángel cuando le servía de modelo
para pintar a la reina de los cielos.
Pero ya hacía años que
la muerte se la había llevado. El dolor lo punzaba como el primer día. Esa mañana
volvió a herirlo. Los ojos se le llenaron de agua.
Dios le había concedido
un consuelo en la hija de Jerónima, Feliciana. Nunca se separaba de su lado.
Era el retrato vivo de su mujer, su único amor sobre la tierra. No sólo tenía
la misma cara de su madre, sus gestos, su sonrisa. También había heredado del
padre lo más raro: el talento para pintar.
Revelaba tanta finura y
delicadeza que Gregorio caía como en éxtasis al contemplarla. Esa niña había
nacido para ser feliz como lo prometia su nombre. Estaría a su lado hasta el
último minuto. Sería su báculo. Le cerraría los ojos.
Feliciana representaba el
premio a los esfuerzos realizados por Gregorio en su juventud, cuando a pesar de
ser el más pobre y desamparado de los alumnos de los maestros Figueroa, se
propuso convertirse en el mejor artista de la Nueva Granada.
Le tocó vencer obstáculos
tan grandes como no poder estudiar en persona la obra de los grandes pintores
que habían vivido en Europa. Tenía que contentarse con unas pocas copias mal
hechas y no en colores sino en blanco y negro.
El mismo fabricaba sus
pinceles de pelo de cabra o de perro, que metía en cajones de pluma de ganso.
Empleaba lienzos de tejido desigual y separado, llamados "de la
tierra". Aún hoy los tejen los indios de algunas regiones.
A pesar de tantas
dificultades el número de sus cuadros ya casi llegaba al medio millar. Nunca le
faltaban pedidos de los priores de los conventos y de los prelados, de los
nobles, los oidores de la Real Audiencia y demás funcionarios. Lo único malo
consistía en que le pagaban muy poco por sus obras. Y a él le gustaba vivir
bien y no medir los gastos.
Había decorado casi
lujosamente su casa. Se entraba por un zaguán de piedrecillas blancas y
redondas y huesecillos llamados "tabas", sacados de los animales que
iban a morir al matadero.
En la esquina occidental
de la casa del maestro, ubicada frente a la iglesia de La Candelaria, habitaba
una de las familias más distinguidas de Santafé, la de los Caicedo. Con
frecuencia compraban lienzos al artista, para adornar su oratorio y sus salones.
Pero jamás lo invitaban a sus fiestas.
Eran demasiado orgullosos
y pensaban que su dinero y los muchos títulos y honores que les concedía el
rey de España, los hacían superiores a un simple pintor que recibía una paga.
Al fin y al cabo, a Vásquez,
¿ qué le importaba? Le bastaba Feliciana. Con ella no temía a la vejez, ni a
la enfermedad, ni a la pobreza, ni a nada.
Ya era hora de empezar el
trabajo en el obrador. No había una habitación más clara y bonita en toda la
casa. Se hallaba adornada con cortinajes, brocados de oro, sedas, terciopelos y
armaduras para que las portaran los personajes de sus cuadros.
Cuando terminaba de darles
la última mano los lienzos se animaban. Los santos, los reyes, los profetas,
las vírgenes y los ángeles invadían el obrador. No eran imágenes sino seres
de carne y hueso que lo miraban y le hablaban. Gregorio se lo agradecía a su
pincel. Hacía milagros.
A media mañana Feliciana
acudía sin falta a llevarle algún refrigerio y mirarlo pintar. Eran los
momentos más felices de Gregorio. Su hijita adivinaba sus menores deseos y lo
complacía en lo que tenía a su alcance. Gustosamente el padre daría la vida
por ella.
Por qué sería que en
las últimas semanas parecía distraída y lejana? Su cutis había perdido el
lindo color rosado. Estaba pálida. Quizá era consecuencia del cansancio. Los
cuidados que prodigaba a Gregorio, unidos a las faenas del hogar, y al trabajo
de pintar sus biombos y miniaturas, ejecutados con primor, sin duda la habían
agotado. El padre le pediría que reposara un poco. No necesitaba afanarse
tanto.
Como él ya había
terminado el retrato de San Agustín, realizado por encargo del prior de La
Candelaria, decidió enviárselo. Aprovecharía para ese oficio a una esclava.
Así Feliciana no se ocuparía en llevarlo y podría descansar un poco.
Invariablemente almorzaba
en compañía de su hija. Pero ese día, cuando apenas habían tomado dos o tres
cucharadas de sopa, entró de improviso en el comedor el prior de los agustinos.
Parecía bravo. Se aproximó a Vásquez y le dijo:
Maestro: el retrato que me
entregó la esclava no es el de nuestro padre San Agustín que yo le había
pedido. Es el de don Fernando de Caicedo, el vecino de al lado.
De una ojeada comprendió
Vásquez que la tela que le mostraba el prior se debía al pincel de Feliciana.
Representaba a un joven de
pelo negro rizado, ojos brillantes y espeso bigote, Fernando de Caicedo. ¿ Qué
habría ocurrido? ¿A quién le entregaría la confundida esclava el retrato de
San Agustín, que Vásquez había puesto en sus manos?
Lanzó una mirada
interrogadora a su hija. Roja hasta la raíz del pelo, y sin saber qué hacer,
Feliciana se apretaba las manos, a punto de romper en llanto.
¿ Por qué hiciste el
retrato de ese joven? –le preguntó Vásquez–.Por qué no me
informaste nada?
Feliciana no fue capaz de
contestarle la verdad. Desde hacía mucho amaba a Fernando. Aprovechó la orden
dada por Vásquez a la esclava, para pedir a ésta que buscara a su novio y le
entregara el retrato pintado por ella. Pero la servidora cambió las telas y
colocó en las manos del uno lo que pertenecía al otro.
Lo peor ocurrió cuando el
padre se enteró de que Feliciana esperaba un hijo muy pronto.
Si las cosas hubieran sido
distintas, nada habría alegrado más al viejo: un nietecillo, un heredero que
corriera por los cuartos de la vieja casa como si los llenara de luz. Un fruto
de su querida Feliciana.
Pero la familia Caicedo no
aceptaría nunca que don Fernando se casara con la hija de un simple pintor. Según
ellos, Gregorio Vásquez no valía nada. No tenía un título ni era millonario.
Cuando nacía en España un heredero del trono, la Real Audiencia no nombraba
alférez mayor a Vásquez, para que echara al pueblo montones de monedas. A los
que nombraba era a los Caicedo.
Por ningún motivo darían
el sí. Las pocas veces que Gregorio entraba a la casa vecina lo hacía con el
objeto de obedecer una orden. Los dueños lo recibían como a un servidor, nunca
un igual. No lo invitaban a comer, ni siquiera a sentarse. A esa gente no le
importaba que los jóvenes se amaran.
Vásquez sintió que la
sangre se le subía a la cabeza. En un ataque de rabia gritó a Feliciana que no
quería volver a verla y que se marchara de la casa.
Como si un artista
desconocido le hubiera pintado la muerte en la cara, la muchacha salió sin
entender qué pasaba. Humildemente posó sus pies en el zaguán de tabas de
ternero y piedrecitas blancas y redondas recogidas en el río. Jamás volvería
a cruzarlo.
El viejo se quedó solo,
llorando su pena. Tembloroso y pegado a las paredes para sostenerse porque ya
casi no podía andar, entró una mañana por última vez en su obrador. Parecía
una cueva abandonada y cubierta de telarañas.
Con mano temblorosa cogió
el pincel y trazó de memoria en el lienzo un rostro de mujer. Era el de su Jerónima
a la vez que el de su Feliciana, unidas las dos con la reina de los ángeles.
Entonces se repitió lo
que allí había ocurrido tantas veces. Las imágenes se convirtieron en
personas de verdad. Apareció en toda su gloria la Virgen María, rodeada de
pequeños querubines y llevando de la mano a Jerónima y a Feliciana. Las tres
cerraron los ojos del hombre que las había amado tanto.
La misma esclava que en un
tiempo ya lejano trastocó el destino de los dos retratos corrió al convento de
los agustianos a pedir que dispusieran la iglesia para efectuar un entierro. Por
eso no alcanzó a oír estas palabras, pronunciadas por un angelito de los que
acompañaban a la Virgen:
La casa de los Caicedo está
condenada. No quedará de ella piedra sobre piedra. Al cabo de los añs nadie
sabrá cómo era. En el preciso sitio donde está ahora la sala a la que le
prohibieron la entrada al gran artista santafereño Gregorio Vásquez Arce y
Ceballos, orgullo de su ciudad y de su raza, se elevaría una estatua.
Así
quedará demostrado que el talento y la constancia valen más que el dinero y
los títulos heredados.
Respiró fuerte para
descansar porque no tenía costumbre de hablar mucho. (Los ángeles se entienden
entre sí sin necesidad de pronunciar palabra).
Pero agregó enseguida:
Hay también un castigo
para el padre que no tuvo piedad de su hija. El espíritu de Gregorio Vásquez
quedará encerrado en el bronce de su estatua. Ahí permanecerá hasta que venga
una anciana y les cuente esta historia a los niños.
Fin
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