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Con el petate a cuestas
Joris-Karl Huysmans
Tan pronto como hube terminado mis estudios, mis padres consideraron útil hacerme comparecer ante una mesa cubierta de paño verde y rematada por bustos de viejos señores que se preocuparon por saber si yo había aprendido suficientes lenguas muertas como para ser promovido al grado de bachiller. La prueba fue satisfactoria. En una cena a la que toda mi parentela fue invitada, celebraron mis éxitos, se inquietaron acerca de mi porvenir y resolvieron, por fin, que yo estudiaría derecho.
Pasé medianamente el primer curso y me gasté el dinero para la matrícula de segundo con una rubia que decía sentir afecto por mí, a determinadas horas. Frecuenté asiduamente el Barrio Latino y en él aprendí muchas cosas, entre otras a interesarme por los estudiantes que, todas las tardes, escupían en sus jarras de cerveza sus ideales de política, y además a apreciar las obras de George Sand y de Heine, de Edgard Quinet y de Henri Mürger. La pubertad de la tontería me había llegado. Esto duró aproximadamente un año; maduraba poco a poco y las luchas electorales de finales del Imperio me dejaron indiferente puesto que, al no ser hijo ni de un senador ni de un proscrito, no tenía más que seguir, bajo cualquier régimen, las tradiciones de mediocridad y escasez adoptadas desde tiempo atrás por mi familia. El derecho no me gustaba en absoluto. Consideraba que el Código había sido mal redactado a propósito, para proporcionar a determinadas personas ocasión de ergotar hasta la saciedad acerca de las más insignificantes palabras; aún hoy considero que una frase claramente escrita no puede, razonablemente, conllevar tan diversas interpretaciones. Me analizaba buscando un estado que pudiera abrazar sin demasiado hastío, cuando el difunto emperador me encontró uno: me convirtió en soldado por la torpeza de su política.
La guerra contra Prusia se declaró. A decir verdad, nunca comprendí los motivos que hacían necesarias esas carnicerías entre ejércitos. No experimentaba necesidad de matar a otros, ni de dejarme matar por ellos. Fuera lo que fuere, tan pronto como me incorporé a la guardia móvil del Sena, recibí orden, después de haber ido a recoger un uniforme y unos zapatos, de pasar por una barbería y de estar a las siete de la tarde en el cuartel de la calle Lourcine. Llegué puntual a la cita. Tras pasar lista, una parte del regimiento salió por las puertas e inundó la calle. Entonces la calzada se movió como las olas y los mostradores de las tabernas vecinas se llenaron.
Apretujados unos contra otros, los obreros en mono, las obreras en harapos, los soldados cinchados, con polainas pero sin armas, escandían con el tintineo de los vasos La Marsellesa que interpretaban a berridos. Con quepis de una altura increíble y adornados con visera de ciego y escarapelas tricolor de hojalata, disfrazados con una chaqueta azul oscuro con cuello y bocamangas rojo claro, pantalones de lino azul con banda roja, los soldados de la guardia móvil del Sena, aullaban a la luna antes de irse a conquistar Prusia. Era un tumulto ensordecedor en las tabernas, un alboroto de vasos, de cantimploras, de gritos, interrumpido aquí y allá por los chirridos de las ventanas movidas por el viento. De repente, un redoble de tambor cubrió todos los demás clamores. Una nueva columna salía del cuartel; entonces se formó un jolgorio, una borrachera indescriptible. Parte de los soldados que bebían en las tabernas salieron, seguidos de sus parientes y amigos que se disputaban el honor de llevar sus petates1; se había roto filas, y se había formado una mezcolanza de soldados y burgueses; las madres lloraban, los padres, más tranquilos, sudaban el vino, los niños saltaban de alegría y berreaban, con sus voces agudas, canciones patrióticas.
Cruzamos París en desbandada, bajo el resplandor de los relámpagos que flagelaban con blancos zigzags las nubes en tumulto. El calor era aplastante, el petate pesado, bebíamos en cada esquina; llegamos por fin a la estación de Aubervilliers. Hubo un momento de silencio roto por el ruido de los sollozos, dominados una vez más por una estrofa de La Marsellesa, luego nos apilaron como animales en los vagones: «¡Buenas noches, Jules! ¡hasta pronto! ¡pórtate bien! ¡sobre todo, escríbeme!». Nos dimos un último apretón de manos, el tren silbó, y dejamos atrás la estación.
Éramos una buena palada de cincuenta hombres dentro de la lata que se ponía en movimiento. Algunos lloraban a moco tendido, silbados por otros que, borrachos perdidos, plantaban sus velas encendidas en su pan de munición y voceaban desgañitándose: «¡Abajo Bandinguet y viva Rochefort!». Muchos, retirados en un rincón, miraban, silenciosos y taciturnos, el suelo que trepidaba entre el polvo. De pronto, el tren se para, me bajo. Era noche cerrada, las doce y veinticinco.
Por todos lados se extienden los campos y, a lo lejos, iluminados por la luz entrecortada de los relámpagos, una casita y un árbol dibujaban su silueta sobre un cielo henchido de tormenta. No se oye sino el estruendo de la máquina cuyos haces de chispas, saliendo del tubo de escape, se extienden como fuegos artificiales a lo largo del tren. Todo el mundo baja y va hasta la locomotora que se agranda en la oscuridad y se hace inmensa. La parada duró unas dos horas. El semáforo estaba en rojo y el maquinista esperaba a que cambiara. Se puso en blanco; volvimos a subir a los vagones, pero un hombre que llega corriendo agitando una linterna, dice algunas palabras al maquinista quien, inmediatamente, retrocede hasta una vía muerta donde volvemos a recuperar nuestra inmovilidad. No sabíamos ninguno dónde estábamos. Volví a bajar del vagón y, sentado en un talud, mordisqueaba un trozo de pan y bebía un trago, cuando un estruendo de huracán sopló a lo lejos, se acercó, vomitando y escupiendo llamaradas, y un interminable tren de artillería pasó a todo vapor, transportando caballos, hombres, cañones cuyos cuellos de bronce centelleaban en un tumulto de luces. Cinco minutos más tarde, retomamos nuestra marcha lenta, interrumpida por paradas cada vez más prolongadas. Amaneció por fin y, asomado a la puerta del vagón, fatigado por las sacudidas de la noche, contemplaba la campiña que nos rodeaba: una sucesión de llanuras gredosas y, en el horizonte, una franja de un verde pálido como el de las turquesas enfermas, una comarca llana, triste, mezquina, ¡la Champagne piojosa!
Poco a poco, el sol fue surgiendo y seguimos avanzando ¡hasta que llegamos por fin! Habíamos salido a las ocho de la noche y llegamos al día siguiente a las tres de la tarde a Châlons. Dos guardias móviles se habían quedado por el camino: uno que se había tirado desde lo alto de un vagón a un río, y otro que se había abierto la cabeza en un saliente de un puente. Los demás, después de haber saqueado las casuchas y huertos encontrados al paso junto a las estaciones del tren, bostezaban, con los labios abotargados por el vino y los ojos hinchados, o bien jugaban arrojándose desde un extremo al otro del vagón ramas de arbustos o jaulas de pollos que habían robado.
El desembarco se llevó a cabo con el mismo orden que la partida. No había nada listo: ni cantina, ni paja, ni abrigos, ni armas, nada, absolutamente nada. Sólo había unas cuantas tiendas llenas de estiércol y piojos, desalojadas sólo un instante antes por las tropas desplazadas a la frontera. Durante tres días estuvimos viviendo a la ventura en Mourmelon, comiendo un día algo de embutido, bebiendo otro un tazón de café con leche, explotados en exceso por los habitantes, durmiendo en cualquier sitio, sin paja y sin manta. Verdaderamente, aquello no era lo más adecuado como para tomarle gusto al oficio que nos imponían.
Una vez instalados, las compañías se escindieron; los obreros se fueron a las tiendas ocupadas por sus semejantes y los burgueses hicieron otro tanto. La tienda en la que yo me encontraba no estaba demasiado mal compuesta, pues habíamos logrado expulsar de ella, a fuerza de litros de vino, a dos elementos cuyo hedor de pies natural se agravaba con una falta de aseo prolongada y voluntaria.
Pasaron un día o dos; nos hacían montar guardia con piquetes, bebíamos mucho aguardiente, y los garitos de Mourmelon estaban siempre a rebosar, cuando, de pronto, Canrobert nos pasa revista en el frente de banderas. Aún lo estoy viendo, sobre un gran caballo, doblado en dos en su silla, con los cabellos al viento y el bigote engominado en medio de un rostro pálido. Se desencadenó una protesta. Privados de todo y mal convencidos por ese mariscal de que no carecíamos de nada, berreamos a coro, cuando habló de reprimir por la fuerza nuestras protestas:
-Ran, plan, plan, cien mil hombres al suelo, ¡a París! ¡a París!
Canrobert se puso lívido y gritó, plantando su caballo en medio de todos nosotros: «¡Descúbranse ante un mariscal de Francia!». -Nuevos abucheos surgieron de las filas; entonces volviendo su caballo, seguido de su estado mayor derrotado, nos amenazó con el dedo, silbando entre sus dientes apretados-: «¡Me lo pagarán caro, señores parisinos!».
Dos días después de este episodio, el agua glacial del campamento me puso tan enfermo que tuve que ingresar urgentemente en el hospital. Hago mi petate después de la visita del médico y, custodiado por un cabo, me marcho renqueando, arrastrando las piernas y sudando bajo mi aparejo. El hospital estaba a rebosar y no me aceptaron. Me dirijo entonces hacia uno de los hospitales móviles más cercanos y, dado que había una cama libre, me admiten. Deposito por fin mi petate, y a la espera de que el mayor me prohíba moverme, voy a pasearme por el jardincillo que une el conjunto de edificios. De pronto, sale por una puerta un hombre con la barba hirsuta y los ojos glaucos. Se mete las manos en los bolsillos de un largo gabán color caucho y me grita tan pronto como me ve: «¡Eh! ¡ese hombre! ¿qué está haciendo ahí?» -Me acerco y le explico el motivo que me lleva hasta allí. Él sacude los brazos y grita-: «¡Entre! No podrá usted pasearse por el jardín hasta que no le hayan dado la ropa adecuada».
Regreso a la sala, un enfermero llega y me trae un capote, un pantalón, chanclas y un gorro. Me contemplo en mi pequeño espejo con semejante indumentaria. ¡Qué aspecto y qué atavío, Dios santo! Con ojeras y tez pálida, con el pelo cortado al cero y la nariz cuyas protuberancias brillan, con la larga bata gris rata, el pantalón bermejo color de orines, las chanclas inmensas y sin talón, y el gorro de algodón gigantesco, estoy prodigiosamente feo. No puedo reprimir la risa. Giro la cabeza hacia el lado de mi vecino de cama, un chico alto con tipo de judío, que bosqueja mi retrato en su cuaderno. Nos hicimos amigos enseguida; le dije que me llamaba Eugène Lejautel, y él me respondió que se llamaba Francis Émonot. Los dos conocemos a tal y tal pintor, entablamos diversas discusiones sobre estética y olvidamos nuestros infortunios. Llega la noche, nos distribuyen un plato de sopa salpicado de negro por unas cuantas lentejas, nos sirven abundantemente tisana de regaliz y me desvisto, encantado de poder tenderme en una cama sin tener que conservar la ropa ordinaria y las botas.
A la mañana siguiente, un gran ruido de puertas y de voces me despierta hacia las seis. Me incorporo en la cama, me froto los ojos y veo al señor de la víspera con su hopalanda color caucho que avanza majestuoso, seguido de un cortejo de enfermeros. Era el mayor. Tan pronto como entra, dirige de derecha a izquierda y de izquierda a derecha sus ojos de un verde opaco, hunde sus manos en los bolsillos y chilla:
-Número 1, enseña tu pierna... tu cochina pierna. ¡Eh! Esta pierna va mal, esta llaga supura como un manantial; loción de agua de salvado, hilas, a media ración, una buena tisana de regaliz.
-Número 2, enseña tu garganta... tu cochina garganta. Esta garganta va cada vez peor; mañana se le extirparán las amígdalas.
-Pero, doctor...
-¡Eh! No he pedido tu opinión; si dices una palabra, te pongo a dieta.
-Pero, en fin...
-Ponga a este hombre a dieta: Escriba: dieta, gárgaras, una buena tisana de regaliz.
Así pasó revista a los enfermos, prescribiendo a todos, con enfermedades venéreas o heridas, con fiebre o disentería, su buena tisana de regaliz. Cuando llegó a mí, me miró de frente, me arrancó las mantas, me atiborró el vientre de puñetazos, me mandó agua albuminada y la inevitable tisana, y se marchó refunfuñando, arrastrando los pies.
La convivencia con la gente que nos rodeaba era difícil. Éramos veintiuno en la habitación. A mi izquierda dormía mi amigo, el pintor; a mi derecha un gran diablo de corneta, picado de viruelas como un dedal y amarillo como un vaso de bilis. Acumulaba dos profesiones, la de zapatero durante el día y la de chulo durante la noche. Era, en resumen, un chico gracioso que daba la voltereta, andaba con la manos, contaba con la mayor ingenuidad del mundo como activaba a zapatazos el trabajo de sus chicas o bien entonaba con voz enternecedora canciones sentimentales: ¡Sólo he conservado para mi desgracia -acia, / la amistad de una golondrina! Me gané su simpatía dándole un franco para comprar un litro, y nos vino bien no estar de malas con él, pues el resto de la habitación, compuesto en parte por procuradores de la calle Maubuée, estaba decidido a buscar camorra.
Una noche entre otras, el 15 de agosto, Francis Émonot amenazó con darle una bofetada a dos hombres que le habían birlado una toalla. Se organizó una formidable escandalera en el dormitorio. Llovían las injurias, y nos trataban de «roule-en-cul y de duquesas». Siendo dos contra diecinueve, teníamos muchas papeletas para recibir una buena tunda cuando intervino el corneta, cogió aparte a los más violentos, los apaciguó e hizo que devolvieran el objeto robado. Para festejar la reconciliación que vino tras esta escena, Francis y yo pusimos tres francos cada uno, y acordamos que el corneta, con ayuda de estos amigos, trataría de escapar del hospital y nos traería carne y vino.
La luz había desaparecido de la ventana del mayor, el farmacéutico apagó por fin la suya, nos arrastramos fuera del edificio, inspeccionamos los alrededores, avisamos a los hombres que se deslizan a lo largo de los muros, no encuentran centinelas en su camino, se aúpan unos a otros y saltan al campo. Una hora más tarde estaban de vuelta, cargados de víveres; nos los pasan, regresan con nosotros al dormitorio; suprimimos las dos lamparillas, encendemos dos cabos de vela por el suelo y, en torno a mi cama, en camisa, formamos un círculo. Habíamos consumido tres o cuatro litros, y despedazado una buena mitad de una pierna, cuando se oye un enorme ruido de botas; soplo los cabos de vela a chancletazos, y todos desaparecen bajo las mantas. La puerta se abre, aparece el mayor, lanza un formidable taco, tropieza en la oscuridad, sale y regresa con un farol y el inevitable cortejo de enfermeros. Aprovecho el momento de respiro para hacer desaparecer las sobras del festín; el mayor atraviesa el dormitorio con paso apresurado, blasfemando, amenazando con hacer que nos detengan y nos metan en chirona. Nos retorcíamos de risa bajo las mantas; al otro extremo del dormitorio se escuchan fanfarrias. El mayor nos pone a todos a dieta y luego se va, advirtiéndonos de que en unos segundos conoceríamos «la leña con la que se calienta».
Tan pronto como salió, nos desternillábamos cada cual mejor; redobles de tambor, tracas de carcajadas retumban y estallan; el corneta hace la rueda en el dormitorio, imitado por uno de sus amigos, un tercero salta sobre la cama como sobre un trampolín, salta y vuelve a saltar, con los brazos flotando y la camisa al vuelo; su vecino comienza un cancán infernal; el mayor vuelve a entrar de improviso, ordena a cuatro de los soldados de infantería de línea que lo acompañan que agarren a los bailarines y nos anuncia que va a redactar un informe y lo va a enviar a quien corresponda.
Por fin se restablece el orden; al día siguiente hacemos que los enfermeros nos compren comida. Los días transcurren sin más incidentes. Empezábamos a reventar de aburrimiento en este hospital móvil, cuando un día, a las cinco, el médico entra precipitadamente en la sala, nos ordena volver a ponernos nuestra ropa de militar y preparar nuestro petate. Diez minutos más tarde, nos enteramos de que los prusianos se dirigen hacia Châlons. Un sombrío estupor reina en todos los de la habitación. Hasta entonces no sospechábamos nada acerca de los acontecimientos que estaban sucediendo. Habíamos tenido conocimiento de la demasiado célebre victoria de Sarrebrück, y no nos esperábamos los reveses que nos abrumaban. El mayor examina a cada hombre; ninguno está curado, todo el mundo ha pasado demasiado tiempo harto de regaliz y privado de cuidados. Pese a ello, envía a su regimiento a los menos graves y ordena a los demás que se acuesten vestidos y con el petate listo.
Francis y yo nos encontrábamos entre estos últimos. Pasa el día, pasa la noche, y nada, pero yo sigo teniendo cólico y sufro bastante; por fin, hacia las nueve de la mañana, aparece una larga fila de artolas conducidas por soldados de ferrocarriles. Nos subimos de dos en dos en el artefacto. Francis y yo habíamos subido al mismo mulo; sólo que, como el pintor era muy gordo y yo muy flaco, el sistema basculó: yo salí por los aires mientras él bajaba hasta la panza del animal que, arrastrado por delante, empujado por detrás, pataleó y coceó furiosamente. Corrimos en un torbellino de polvo, cegados, aturdidos, sacudidos, aferrándose a la barra de la artola, cerrando los ojos, riendo y gimoteando. Llegamos a Châlons más muertos que vivos; nos dejamos caer sobre la arena como un rebaño cansado; más tarde nos amontonaron en los vagones y salimos de la ciudad ¿para ir adónde?... nadie lo sabía.
Era de noche; volábamos sobre los raíles. Los enfermos habían salido de los vagones y se paseaban por las bateas. La máquina, silba, ralentiza el vuelo y se detiene en una estación, la de Reims, supongo, aunque no podría asegurarlo. Nos moríamos de hambre, Intendencia sólo había olvidado una cosa: darnos un chusco para el camino. Desciendo y veo una cantina abierta. Corro hacia ella, pero otros se me han adelantado. Se estaban peleando cuando yo llegué. Unos cogían botellas, otros carnes, éstos pan, aquéllos cigarros. Enloquecido, furioso, el dueño defendía su negocio a jarrazos. Empujados por los compañeros que venían en manada, la primera fila de guardias móviles se abalanza sobre el mostrador que se viene abajo, arrastrando en su caída al patrón de la cantina y a sus empleados. Entonces se organizó un pillaje en toda regla, en el que todo desapareció, desde las cerillas hasta los mondadientes. Durante ese tiempo una campana suena y el tren se va. Ninguno de nosotros se inmutó, y, mientras que, sentados en la calzada, le explico al pintor al que los bronquios atormentan, la contextura del soneto, el tren retrocede sobre los raíles para buscarnos.
Volvemos a subir a nuestros compartimentos y pasamos revista al botín conquistado. A decir verdad, los manjares no eran muy variados: ¡charcutería y sólo charcutería! Teníamos seis rodajas de embutido con ajo, una lengua escarlata, dos salchichones, una soberbia loncha de mortadela, una loncha con orla de plata, carnes de un rojo oscuro jaspeadas de blanco, cuatro litros de vino, media botella de coñac y dos cabos de vela. Hincamos los cabos de vela encendidos en el cuello de nuestras cantimploras que se balanceaban atadas a la pared del vagón con cuerdas. Por momentos, cuando el tren saltaba por encima de las agujas de los empalmes, caía una lluvia de gotas calientes que se cuajaban casi inmediatamente en amplias manchas, pero no importaba, nuestra ropa había recibido otras muchas.
Empezamos inmediatamente la comida interrumpida por las idas y venidas de algunos móviles que, corriendo sobre el estribo, a lo largo del tren, venían a tocar en los cristales y a pedirnos de beber. Nos desgañitábamos cantando, bebíamos, brindábamos; ¡no hubo jamás enfermos que hicieran tanto ruido y que brincaran así sobre un tren en marcha! Habríase dicho que era un Patio de los Milagros en movimiento; los lisiados saltaban con los pies juntos, aquellos cuyos intestinos ardían los regaban con grandes tragos de coñac, los tuertos abrían los ojos, los que tenían fiebre hacían cabriolas, las gargantas enfermas cantaban a gritos y empinaban el codo, ¡era inaudito!
El escándalo acabó por fin por calmarse. Aprovecho ese apaciguamiento para asomar la nariz por la ventana. No hay ni una estrella, ni siquiera un trozo de luna, el cielo y la tierra parecían no ser sino uno solo y, en esta inmensidad de negro de tinta, guiñaban como ojos de colores diferentes, las linternas prendidas de la chapa de los discos. El maquinista lanzaba sus silbidos, la locomotora humeaba y vomitaba sin descanso pavesas encendidas. Unos roncaban, otros, molestados por los traqueteos de la caja del coche, refunfuñaban y basfemaban, dándose vueltas sin cesar, buscando un sitio para estirar las piernas, para encajar su cabeza que se tambaleaba a cada sacudida.
A fuerza de mirarlos, empezaba a amodorrarme, cuando la parada completa del tren me despertó. Estábamos en una estación, y la oficina del jefe resplandecía como el fuego de una fragua en la oscuridad de la noche. Tenía una pierna dormida, estaba temblando de frío, bajé para calentarme un poco. Me paseo a lo largo y ancho de la calzada, voy a mirar la locomotora que desenganchaban y reemplazaban por otra, y, al pasar por delante de la oficina, oigo el repiqueteo y el tic-tac del telégrafo. El empleado que estaba de espaldas, se hallaba inclinado hacia la derecha de manera que, desde el punto en que yo estaba situado, no veía nada más que su nuca y la punta de su nariz que brillaba, rosada y salpicada de sudor, mientras el resto de la cara desaparecía en la sombra que proyectaba la pantalla de una lámpara de gas.
Me invitan a volver al coche y encuentro a mis compañeros tal y como los había dejado. Y, ahora sí, me duermo de veras. ¿Desde cuándo estaba durmiendo? No sé. Un fuerte grito me despierta: «¡París! ¡París!» Me precipito a la ventanilla. A lo lejos, sobre una franja de oro pálido se destacaban, en negro, las chimeneas de las fábricas y los talleres. Estábamos en Saint-Denis; la noticia corre de un vagón a otro. Todo el mundo está levantado. La locomotora acelera la marcha. La estación del Norte se divisa a lo lejos, llegamos a ella, bajamos, nos lanzamos hacia las puertas, una parte de nosotros logra escapar, la otra es detenida por los empleados del ferrocarril y por la tropa, nos hacen subir por la fuerza en un tren que está calentando y henos aquí de nuevo en marcha ¡Dios sabe hacia dónde!
Rodamos de nuevo todo el día. Estoy cansado de mirar esas retahílas de casas y de árboles que desfilan por delante de mis ojos, y además sigo con cólico y me siento mal. Hacia las cuatro de la tarde, la máquina aminora la marcha y se para en un apeadero donde nos espera un viejo general alrededor del cual retozaba una bandada de jóvenes cubiertos con quepis rosa, con pantalones rojos y botas de espuelas amarillas. El general nos pasa revista y nos divide en dos escuadras; una se va hacia el seminario, la otra es dirigida hacia el hospital. Estamos, al parecer, en Arras. Francis y yo formábamos parte de la primera escuadra. Nos izan encima de carretas repletas de heno, y llegamos ante un gran edificio que se inclina y que parece querer derrumbarse sobre la calle. Subimos al segundo piso, a una sala que contiene una treintena de camas; cada uno abre su petate, se peina y se sienta. Llega un médico.
-¿Qué tiene usted? -pregunta al primero.
-Un ántrax.
-¡Ah! ¿Y usted?
-Una disentería.
-¡Ah! ¿Y usted?
-Un bubón.
-Pero entonces, ¿ustedes no han sido heridos en la guerra?
-En absoluto.
-¡Pues bien! Entonces pueden volver a coger sus petates pues el arzobispo sólo presta las camas de los seminaristas a los heridos.
Vuelvo a meter en el petate las cosas que había sacado, y nos marchamos con las orejas gachas, hacia el asilo de la ciudad. Ya no hay allí plazas. En vano intentan las religiosas aproximar las camas de hierro, las salas están atiborradas. Cansado de todos estos trámites, agarro un colchón, Francis hace otro tanto, y nos vamos al jardín, a echarnos sobre un hermoso césped.
A la mañana siguiente, hablo con el director, un hombre afable y encantador. Le pido, para el pintor y para mí, permiso para salir por la ciudad. Accede, la puerta se abre y ¡somos libres! ¡por fin vamos a almorzar! ¡a comer verdadera carne y beber auténtico vino! ¡Ah! No lo dudamos y nos vamos al mejor restaurante de la ciudad. Nos sirven una suculenta comida. Hay flores sobre las mesas, magníficos ramos de rosas y de fucsias colocadas en cubiletes de cristal. El camarero nos sirve un solomillo que sangra en medio de un lago de mantequilla; el sol se viste de fiesta, hace brillar los cubiertos y las hojas de los cuchillos, cierne su polvo dorado a través de las botellas, y, haciendo diabluras con el borgoña que se balancea suavemente en los vasos, pica con una estrella sangrante el mantel adamascado. ¡Oh la santa alegría de las comilonas! Tengo la boca llena, y Francis está borracho! El humo de los asados se mezcla con el perfume de las flores, la púrpura de los vinos rivaliza en esplendor con el rubor de las rosas, el camarero que nos sirve tiene aspecto de idiota, y nosotros, nosotros tenemos aspecto de tragaldabas, pero nos da exactamente lo mismo. Engullimos un asado tras otro, ingurgitamos burdeos sobre champán, chartreuse sobre coñac ¡Al diablo las vinazas y los tres-seis que bebemos desde que salimos de París! ¡al diablo las pitanzas sin nombre, las bazofias desconocidas de las que nos hemos atiborrado tan escasamente desde hace cerca de un mes! ¡Estamos irreconocibles; nuestras caras de famélicos se tornan rojizas como caras de borrachos, berreamos con la nariz al viento, vamos a la deriva! Así recorremos toda la ciudad. Llega la tarde y es necesario volver. La religiosa que vigilaba la sala de los ancianos nos dice con su vocecita flauteada:
-Señores militares, la noche pasada padecieron bastante frío, pero hoy van a tener una buena cama.
Y nos conduce a una sala grande donde lucen en el techo tres lamparillas mal encendidas. Tengo una cama blanca, me meto encantado entre las sábanas que conservan aún el agradable olor de la colada. Sólo se escucha la respiración o el ronquido de los que duermen. Estoy calentito, mis ojos se cierran, ya no sé dónde estoy, cuando un cloqueo prolongado me despierta. Abro un ojo y veo, al pie de mi cama, a un individuo que me contempla. Me incorporo. Tengo ante mí a un viejecillo alto, seco, con la mirada hosca, con unos labios que babean sobre la barba sin rasurar. Le pregunto qué quiere. No responde. Le grito: «¡Váyase de aquí, déjeme dormir!». Me enseña el puño. Me temo que está loco, enrollo una toalla en el extremo de la cual hago disimuladamente un nudo; da un paso hacia mí, salto sobre el parquet, paro el puñetazo que me lanza y, en respuesta, le asesto en el ojo izquierdo un golpe con la toalla ¡a todo alcance! Ve las estrellas, y se abalanza sobre mí; retrocedo y le lanzo una vigorosa patada en el estómago. Se cae, arrastra en su caída una silla que rebota; todo el dormitorio se despierta; Francis acude en camisa para echarme una mano, la religiosa llega, los enfermeros se lanzan sobre el loco al que azotan y logran, tras mucho esfuerzo, volver a acostarlo.
El aspecto del dormitorio era eminentemente grotesco. A la luz de color rosa pálido que expandían a su alrededor las lamparillas mortecinas, había sucedido el resplandor de tres linternas. El techo negro con sus redondeles de luz que danzaban por encima de las mechas en combustión resplandecía ahora con un tinte de yeso recién blanqueado. Los enfermos, un conjunto de títeres sin edad, habían agarrado la barra de madera que colgaba al extremo de una cuerda por encima de sus camas, se aferraban a ella con una mano, y con la otra hacían gestos aterrorizados. Al ver el espectáculo, mi cólera cesa, me retuerzo de risa, el pintor se ahoga, sólo la religiosa conserva la seriedad y, a fuerza de amenazas y ruegos, llega a restablecer el orden en la habitación.
La noche termina razonablemente; por la mañana, a las seis, un redoble de tambor nos reúne, el director pasa lista. Nos vamos a Rouen. Una vez llegados a esta ciudad, un oficial le dice al pobre que nos lleva que el asilo estaba completo y no podía acogernos. Mientras esperábamos, tuvimos una parada de una hora. Dejo mi petate en un rincón de la estación y, aunque mi vientre bulle, ahí nos tienen a Francis y a mí, vagando de una parte a otra, extasiándonos ante la iglesia de Saint-Ouen, embelesándonos ante las casas antiguas. Admiramos tanto y tanto que la hora había transcurrido desde hacía mucho rato antes de que se nos ocurriera volver a la estación.
-¡Hace mucho rato que sus compañeros se marcharon -nos dice un empleado del ferrocarril-; ya están en Évreux!
-¡Demonios, el próximo tren no sale hasta las nueve! ¡Vámonos a cenar!
Cuando llegamos a Évreux era plena noche. No podíamos presentarnos a semejante hora en un asilo, habríamos parecido malhechores. La noche era soberbia, atravesamos la ciudad y nos encontramos en el campo. Era el tiempo de la siega, los haces formaba montones. Vemos un pequeño alminar en un terreno, hacemos en él dos nichos confortables, y no sé si es por el olor turbador de nuestro lecho o por el perfume penetrante de los bosques que nos emociona, lo cierto es que experimentamos la necesidad de hablar de nuestros amores difuntos. ¡El tema era inagotable! Poco a poco, no obstante, las palabras empiezan a escasear, los entusiasmos se debilitan, y nos dormimos. «¡Voto a bríos! -grita mi vecino, desperezándose-, ¿qué hora será?». Yo me despierto a mi vez. El sol no va a tardar en salir, pues la gran cortina azul se raya en el horizonte de franjas rosas ¡Qué desgracia! ¡Vamos a tener que ir a llamar a la puerta del asilo, y dormir en las salas impregnadas de ese olor desabrido sobre el que vuelve, como una muletilla obsesiva, el agrio olor de los polvos de yodoformo!
Emprendemos tristes el camino hacia el asilo. Nos abren la puerta, pero, lamentablemente, sólo uno de nosotros, Francis, es admitido y a mí me envían al instituto. La vida allí era imposible y planeaba una evasión cuando, un día, el interno de guardia baja al patio. Le enseño mi carnet de estudiante de derecho; él conoce París, el Barrio Latino. Le explico mi situación. «Es absolutamente necesario -le dije- o que Francis venga al instituto, o que yo me una a él en el hospital». Reflexiona, y por la noche, al llegar junto a mi cama, me desliza estas palabras al oído: «Mañana por la mañana, diga que está peor». Al día siguiente, hacia las siete, hace su entrada el médico; un animoso y excelente hombre, que sólo tenía dos defectos: que le apestaba el aliento y que quería deshacerse de sus pacientes costara lo que costase. Cada mañana tenía lugar la escena siguiente:
-¡Ah! ¡Ah! el mocetón -gritaba- ¡qué buena cara tiene!, buen color, nada de fiebre; levántese y vaya a tomar una buena taza de café; pero sin hacer tonterías, ya sabe, no corra tras las faldas; voy a firmarle el alta y regresará mañana a su regimiento.
Enfermos o no, enviaba de regreso a tres por día. Esa mañana se detiene ante mí y dice:
-¡Ah! ¡caramba, muchacho, tiene usted mejor cara!
Yo protesto, ¡jamás he estado peor! Me palpa el vientre. «Pero esto va mejor, el vientre está menos duro». Protesto. Parece sorprendido, entonces el interno le dice por lo bajo:
-Tal vez necesitara que se le hiciera un lavamiento, pero aquí no tenemos ni lavativa ni bomba impelente, ¿y si lo enviáramos al hospital?
-¡Vaya! es una excelente idea -dice el buen hombre encantado de deshacerse de mí y, en el acto, firma mi baja; preparo feliz mi petate y, custodiado por un criado del instituto, hago mi entrada en el hospital. ¡Me encuentro con Francis! Por una suerte increíble, el corredor de San Vicente donde él duerme por falta de espacio en las salas, contiene una cama vacía junto a la suya. ¡Por fin estamos juntos! Además de nuestras dos camas, cinco camastros se extienden uno tras otro, a lo largo de las paredes pintadas de amarillo. Tienen como ocupantes a un soldado de infantería de línea, dos artilleros, un dragón y un húsar. El resto del hospital se compone de algunos viejecillos cascados y chochos, unos cuantos jóvenes raquíticos o patizambos, y un buen número de soldados, los restos del ejército de Mac-Mahon que, después de haber rodado de ambulancia en ambulancia, habían venido a recalar a esta orilla. Francis y yo éramos los únicos que llevábamos uniforme de la guardia móvil del Sena; nuestros vecinos de cama eran chicos bastante amables, a decir verdad, cada uno más insignificante que el otro; eran en su mayoría, hijos de campesinos o de agricultores movilizados al declararse la guerra.
Mientras me quito la chaqueta, llega una religiosa, tan delicada, tan bonita, que no me canso de mirarla, ¡qué hermosos ojos! ¡qué pestañas tan largas! ¡qué dientes tan lindos! Me pregunta por qué he dejado el instituto; le explico en frases nebulosas cómo la ausencia de una bomba impelente ha hecho que me expulsen del colegio. Sonríe dulcemente y me dice:
-¡Oh! señor militar, podría usted haber llamado las cosas por su nombre, estamos acostumbradas a todo.
Estoy seguro de que debía estar acostumbrada a todo, la desgraciada, porque los soldados no se cohibían en absoluto al entregarse a sus aseos indiscretos delante de ella. Nunca, por otra parte, la vi ruborizarse; pasaba entre ellos, muda, con los ojos bajos, parecía no escuchar las groseras bufonadas que se relataban a su alrededor. ¡Dios! ¡Cómo me mimó! Aún la veo, por la mañana, cuando el sol quebraba sobre las baldosas la sombra de los barrotes de las ventanas, avanzar lentamente, desde el fondo del corredor, con las grandes alas de su toca oscilando sobre su rostro. Llegaba junto a mi cama con un plato humeante, sobre el borde del cual brillaba su uña bien cortada. «La sopa está un poco clara esta mañana -decía con su linda sonrisa-, le traigo chocolate; ¡tómeselo rápido mientras está caliente!». Pese a los cuidados que me prodigaba, me aburría soberanamente en este hospital. Mi amigo y yo habíamos llegado a ese grado de embrutecimiento que nos arroja sobre la cama, intentando matar, en una somnolencia animal, las largas horas de las insoportables jornadas. Las únicas distracciones que se nos ofrecían consistían en un almuerzo y una cena compuestos de vaca hervida, sandía, ciruelas y un dedo de vino, todo en cantidad insuficiente para alimentar a un hombre.
Gracias a mi cortesía hacia las monjas y a las etiquetas de farmacia que escribía para ellas, conseguía, de vez en cuando, una chuleta y una pera recolectada en la huerta del hospital. Era, en definitiva, el menos digno de compasión de todos los soldados amontonados sin orden en las salas, pero, los primeros días no conseguía siquiera tragar la comida por la mañana. Era la hora de la visita y el doctor escogía ese momento para hacer sus operaciones. El segundo día después de mi llegada, abrió un muslo de arriba abajo; oí un grito desgarrador; cerré los ojos, pero no lo suficiente, no obstante, como para no ver una lluvia roja caer a grandes gotas sobre su delantal. Esa mañana, no pude comer. Poco a poco, sin embargo, terminé por acostumbrarme; pronto, me limitaba a volver la cabeza y a preservar mi sopa.
Mientras esperábamos, la situación se había hecho intolerable. Habíamos intentado, en vano, conseguir periódicos y libros, y estábamos reducidos a disfrazarnos, a ponernos, para divertirnos, la chaqueta del húsar; pero esa alegría pueril se apagaba pronto y nos desperezábamos cada veinte minutos, intercambiando algunas palabras, dejando caer de nuevo la cabeza sobre la almohada. No podía obtenerse mucha conversación por parte de nuestros compañeros. Los dos artilleros y el húsar estaban demasiado enfermos para charlar. El dragón blasfemaba sin hablar, se levantaba a cada momento y, envuelto en su gran capa blanca iba a las letrinas de las que traía toda la suciedad amasada por sus pies descalzos. El hospital carecía de orinales; algunos de los enfermos más graves tenían no obstante bajo su cama una vieja cacerola que los convalecientes hacían saltar como los cocineros, ofreciendo, a título de broma, el guiso a las religiosas.
Quedaba solamente pues el soldado de línea: un infeliz dependiente de ultramarinos, padre de un niño, llamado a filas, víctima constante de la fiebre, que tiritaba bajo sus mantas. Sentados con las piernas cruzadas sobre nuestras camas, lo escuchábamos contar la batalla en la que había participado. Soltado cerca de Froeschwiller, en una llanura rodeada de bosques, había visto resplandores rojos desfilar en ramilletes de humareda blanca, y había bajado la cabeza, temblando, aturdido por la descarga del cañón, despavorido por el silbido de las balas. Había andado, mezclado con los regimientos, por una tierra feraz, sin ver a ningún prusiano, sin saber dónde estaba, oyendo a su alrededor gemidos cruzados por gritos breves; luego, las filas de soldados que iban delante de él se habían dado la vuelta y en el atropello de la huida, sin saber cómo, había sido derribado al suelo. Se había vuelto a levantar, había escapado abandonando su fusil y su petate, y, finalmente, agotado por las marchas forzadas seguidas desde hacía ocho días, extenuado por el miedo y debilitado por el hambre, se había sentado en una cuneta. Había permanecido allí, alelado, inerte, ensordecido por el estruendo de los obuses, decidido a no defenderse más, a no moverse; luego había pensado en su mujer, y llorando, preguntándose qué había hecho él para que le hicieran sufrir así, había recogido, sin saber por qué, una hoja de un árbol que había guardado y a la que tenía apego, pues nos la enseñaba con frecuencia, seca, arrugada en el fondo de un bolsillo.
Mientras tanto, había pasado un oficial que, con el revólver en la mano, lo había tratado de cobarde y lo había amenazado con abrirle la cabeza si no seguía caminando. Él había dicho: «¡Prefiero que así sea, y que acabe todo de una buena vez!». Pero el oficial, en el momento en que lo sacudía para hacer que se pusiera de pie, se había repantigado, escupiendo sangre por la nuca. Entonces, el miedo se había adueñado de nuevo de él, había huido, y había logrado llegar a una ruta, inundada de desertores, negra de tropas, surcada de atalajes cuyos caballos desbocados deshacían y desordenaban las filas. Habían logrado por fin ponerse a salvo. El grito de traición surgía de los grupos. Los viejos soldados parecían resueltos, pero los reclutas se negaban a continuar. «¿Por qué iban a hacer que los mataran -decían-, que lo hagan ellos, -insinuaban indicando a los oficiales-, es su oficio! ¡Yo tengo hijos y no será el Estado quien les dé de comer si yo muero!». Y envidiaban la suerte de todos los que, algo heridos o enfermos, podían refugiarse en las ambulancias.
-¡Ah! cuánto miedo se pasa y cómo se conserva en el oído la voz de los que llaman a su madre y piden que se les de algo de beber -añadía, tembloroso. Se callaba y, mirando el corredor con expresión arrobada, proseguía: «Da igual, estoy muy contento de estar aquí; y además, así puede escribirme mi mujer», y mostraba al pie de la cuartilla, bajo la penosa escritura de su mujer, unos palotes formando una frase dictada donde se leía: «Besos a papá» entre borrones de tinta. Escuchamos veinte veces por lo menos esta historia, y tuvimos que soportar durante muchas horas mortales las machaquerías de este hombre encantado de tener un hijo. Terminamos por taparnos los oídos y tratar de dormir para no escucharlo más.
Esta deplorable vida amenazaba con prolongarse, cuando una mañana Francis, que contrariamente a su costumbre, había estado correteando la víspera por el patio, me dijo: «¡Eh! Eugène, ¿vienes a respirar un poco de aire libre al campo?». Yo agudizo el oído. «Hay un patio reservado a los locos -prosiguió-; ese patio está vacío; subiendo el tejado de las gavias, cosa que es fácil gracias a las rejas que protegen las ventanas, alcanzamos el caballete de la tapia, saltamos y caemos en la campiña. A dos pasos de ese muro, se abre una de las puertas de Évreux. ¿Qué me dices?
-Digo... digo que estoy dispuesto a salir; pero ¿cómo haremos para volver a entrar?
-No sé; primero vámonos y ya lo pensaremos después. Levántate, van a servir la sopa, y después saltamos el muro.
Me levanto. El hospital carecía de agua, por lo que me veía obligado a lavarme la cara con el agua de Seltz que la hermana me había proporcionado. Cojo mi sifón, apunto al pintor que grita «¡Fuego!», aprieto el gatillo, la descarga le da de lleno en la cara; a mi vez, me coloco delante de él, recibo el surtidor en la barba, me froto la nariz con la espuma, me seco. Estamos listos, bajamos. El patio está desierto, escalamos el muro. Francis toma impulso y salta. Yo estoy sentado a horcajadas sobre el caballete, lanzo una mirada rápida a mi alrededor; abajo una cuneta, hierba; a la derecha, una de las puertas de la ciudad; a lo lejos, un bosque se aglomera y levanta sus tonos de oro rojizo sobre una franja de azul pálido. Estoy de pie; oigo ruido en el patio, salto; nos deslizamos a lo largo de las murallas, y estamos en Évreux.
-¿Y si comiéramos?
-De acuerdo.
De camino, mientras buscábamos un albergue, vemos a dos mujercitas que contonean sus caderas, las seguimos, las invitamos a almorzar; no aceptan; insistimos, responden que no con menos energía; insistimos de nuevo y dicen que sí. Vamos a su casa con un paté, botellas, huevos, un pollo friambre. Nos parece cómico encontrarnos en una habitación clara, tapizada con un papel estampado de flores lilas y hojas verdes; hay en las ventanas cortinas de damasco grosella, un espejo sobre la chimenea, un grabado representando a Cristo injuriado por los fariseos, seis sillas de madera de cerezo, una mesa redonda con un hule en el que se ven los reyes de Francia y un lecho provisto de un edredón de percal rosa. Preparamos la mesa, miramos con ojos ávidos a los chicas que van y vienen a nuestro alrededor; tardamos en colocar los cubiertos, porque las detenemos al pasar para besarlas. Son feas y bobas. Pero ¿qué puede importarnos eso? ¡hace tanto tiempo que no hemos olisqueado la boca de una mujer!
Parto el pollo, saltan los corchos, bebemos como sochantres y tragamos como ogros. El café humea en las tazas, lo doramos con coñac; mi tristeza desaparece, el ponche se enciende, las llamas azules del licor de guindas flamean en la ensaladera que chisporrotea, las chicas bromean con los cabellos en la cara y los senos manoseados; de pronto, cuatro campanadas suenan lentamente en el reloj de la iglesia. Son las cuatro ¿y el hospital, santo Dios? ¡lo habíamos olvidado! Me pongo pálido, Francis me mira despavorido, nos arrancamos de los brazos de nuestras anfitrionas, y salimos corriendo.
-¿Cómo podemos volver? -dijo el pintor.
-¡Ay! no tenemos elección; llegaremos a duras penas a la hora de la sopa. ¡Dios nos la depare buena, vayamos por la puerta principal!
Llegamos, llamamos; la hermana portera viene a abrirnos y se queda sorprendida. La saludamos, y digo suficientemente alto como para que ella me oiga:
-¿Sabes una cosa? La gente de Intendencia no es muy amable, el grueso sobre todo nos ha recibido más o menos correctamente...
La hermana no dice ni palabra; corremos al galope hacia la habitación; ya era hora, pues oigo la voz de sor Angèle que distribuye las raciones. Me acuesto lo más rápidamente posible en mi cama, disimulo con la mano el chupetón que mi hermosa me ha dejado en el cuello; la religiosa me mira, encuentra en mis ojos un brillo desacostumbrado y me pregunta con interés: «¿Está usted peor?». La tranquilizo y le contesto: «Al contrario, me encuentro mejor, pero esta ociosidad y este encierro me están matando». Cada vez que le expresaba el horrible aburrimiento que experimentaba perdido entre esta tropa, al fondo de una provincia, lejos de los míos, ella no respondía pero sus labios se apretaban, sus ojos adoptaban una indefinible expresión de melancolía y piedad. Un día, sin embargo, me había dicho con un tono seco: «¡Oh! ¡la libertad no le serviría de nada!», haciendo alusión a una conversación que había sorprendido entre Francis y yo, que discutíamos acerca de los encantos de las parisinas; luego se había suavizado, y había añadido con una pequeña mueca encantadora: «Usted no es verdaderamente serio, señor militar».
A la mañana siguiente, convenimos el pintor y yo, que tan pronto como nos tragáramos la sopa, escalaríamos de nuevo los muros. A la hora indicada, damos varias vueltas alrededor del patio ¡la puerta está cerrada! «¡Bah!, da igual -dice Francis-, ¡adelante!» y se dirige hacia la puerta principal del hospital. Yo le sigo. La hermana tornera nos pregunta dónde vamos. «A la Intendencia». La puerta se abre, estamos fuera. Una vez llegados a la plaza mayor de la ciudad, enfrente de la iglesia, mientras contemplábamos las esculturas del porche, veo a un señor gordo, con una cara como una luna roja erizada de bigotes blancos, que nos miraba con sorpresa. Lo miramos de frente, descaradamente, y proseguimos nuestro camino. Francis se moría de sed, entramos en un café y, mientras degustaba mi tacita, echo una ojeada al periódico de la zona, y encuentro en él un apellido que me hace soñar. A decir verdad, yo no conocía a la persona que lo llevaba, pero ese apellido despertaba en mí recuerdos borrados desde hacía mucho tiempo. Me acordé que uno de mis amigos tenía un pariente bien situado en la ciudad de Évreux. «Es absolutamente necesario que lo vea», le dije al pintor; pregunto su dirección al dueño del bar, la ignora; salgo y entro en todas las panaderías y en todas las farmacias que encuentro. Todo el mundo come pan y toma potingues; es imposible que uno de los encargados de estos establecimientos no conozca la dirección del señor de Fréchêde. Efectivamente, la encuentro; cepillo mi blusa, compro una corbata negra, unos guantes y voy a llamar suavemente, en la calle Chartraine, a la reja de una propiedad que levanta sus fachadas de ladrillo y sus tejados de pizarra en medio de un soleado parque. Un criado me invita a entrar. El señor de Fréchêde está ausente, pero la señora está en casa. Espero unos segundos en un salón; una puertecilla se abre y aparece una dama anciana. Tiene una expresión tan afable que enseguida me siento tranquilo. Le explico en pocas palabras quién soy.
-Señor, -me dijo con una hermosa sonrisa- he oído hablar mucho de su familia; creo incluso haber visto en casa de la señora Lezant, a su señora madre, durante mi último viaje a París; sea bienvenido.
Charlamos un rato; yo, un poco molesto, disimulando con el quepis el chupetón del cuello; ella, intentando hacerme aceptar un dinero que rechazo.
-Veamos -me dijo por fin-, deseo de todo corazón serle útil; ¿qué puedo hacer por usted? -Le contesto: «¡Dios mío! señora, si pudiera lograr que me mandaran de nuevo a París, me haría un gran favor; las comunicaciones se van a interceptar dentro de poco, si es cierto lo que dicen los periódicos; se habla de un nuevo golpe de estado o de un derrocamiento del imperio; tengo gran necesidad de volver a ver a mi madre y, sobre todo, de no dejarme apresar aquí, si llegan los prusianos».
Mientras tanto, regresa el señor de Fréchêde. En dos palabras es puesto al corriente de la situación.
-Si quiere acompañarme al despacho del médico del hospital, -me dice-, no tenemos tiempo que perder.» -¡Al despacho del médico! ¡Dios santo! ¿y cómo voy a explicarle mi salida del hospital? No me atrevo a decir ni una palabra; sigo a mi protector, preguntándome cómo terminaría todo esto. Llegamos, el doctor me mira estupefacto. No le dejo tiempo de abrir la boca, y le suelto, con una prodigiosa volubilidad, un rosario de lamentaciones acerca de mi triste situación. El señor de Fréchêde toma a su vez la palabra y le pide, a favor mío, un permiso de convalecencia de dos meses.
-Efectivamente, el señor está lo bastante enfermo, -dijo el médico-, como para tener derecho a dos meses de reposo; si mis colegas y el general comparten mi criterio, su protegido podrá volver a París dentro de unos pocos días.
-Está bien -replicó el señor de Fréchêde-; le doy las gracias, doctor; hablaré con el general esta misma noche.
Salimos a la calle, lanzo un suspiro de alivio, aprieto la mano del excelente hombre que se interesa por mí, corro a buscar a Francis. Tenemos el tiempo justo para regresar, llegamos a la verja del hospital; Francis llama, yo saludo a la hermana. Ella me detiene:
-¿No me han dicho ustedes esta mañana que iban a la Intendencia?
-Sí, así es, hermana.
-¡Pues bien! El general acaba de salir de aquí. Vayan a ver al director y a la hermana Angèle, que los están esperando; ustedes les explicarán, sin duda, el objeto de sus visitas a la Intendencia.
Subimos la escalera del dormitorio absolutamente avergonzados. Sor Angèle me está esperando y me dice:
-¡Jamás habría podido creer algo semejante; han recorrido toda la ciudad ayer y hoy, y Dios sabe la vida que habrán llevado!
-¡Oh! ¡lo que faltaba! -exclamé. Me mira tan fijamente que no pronuncié ni una palabra más.
-Resulta, -prosiguió- que el general los ha visto hoy mismo en la plaza mayor. Yo he negado que hubieran salido y los he buscado por todo el hospital. El general tenía razón, ustedes no estaban aquí. Me ha preguntado sus nombres; le he dado el nombre de uno, y me he negado a entregar al otro, pero sin lugar a dudas he cometido un error, pues no se lo merecen.
-¡Oh! ¡No sabe cuánto se lo agradezco, hermana!...». Pero sor Angèle no me escuchaba, ¡estaba indignada por mi conducta! No tenía sino un camino, callarme, y recibir el chaparrón incluso sin intentar ponerme a cobijo. Mientras tanto, Francis era llamado al despacho del director, y como, no sé por qué, sospechaban que él me pervertía y que, a causa de sus mofas, estaba a mal con el médico y con las hermanas, le anunciaron que partiría al día siguiente para incorporarse a su cuerpo.
-Las mujerzuelas en casa de las cuales comimos ayer son unas rameras que nos han vendido, -me decía furioso-. Es el director mismo quien me lo ha dicho.
Mientras maldecíamos a esas bribonas deplorábamos nuestro uniforme que hacía que se nos reconociera tan fácilmente, corre el rumor de que el emperador ha sido hecho prisionero y que la república ha sido proclamada en París; le doy un franco a un viejecito que podía salir y me trae un ejemplar de Le Gaulois. La noticia es cierta. El hospital exulta. «¡Hundido Bandinguet! ¡Ya era hora!, ¡por fin ha terminado la guerra!». A la mañana siguiente, Francis y yo nos abrazamos, se va. «¡Hasta pronto -me grita al cerrar la verja-, quedamos citados en París!»
¡Oh! ¡qué tristes fueron las jornadas que siguieron! ¡qué sufrimientos! ¡qué abandono! Era imposible salir del hospital; un centinela se paseaba, en mi honor, a lo largo y ancho, delante de la puerta. Tuve, no obstante el coraje de no echarme a dormir; me paseaba como una bestia enjaulada, por el patio. Vagué así durante doce horas. Conocía mi prisión hasta en sus más mínimos detalles. Conocía los lugares en los que crecían las parietarias y el musgo, los paños de muro que cedían y se agrietaban. Le había tomado asco a mi corredor, a mi camastro aplastado como una galleta, a mi geigneux, a mi ropa podrida de mugre. Vivía aislado, sin hablar con nadie, dándole patadas a los guijarros del patio, vagando como alma en pena bajo los soportales pintados de ese ocre amarillo como las salas, volviendo a la reja de entrada, descendiendo al bajo donde brillaba la cocina poniendo los relámpagos de su cobre rojizo en la desnudez descolorida de la pieza. Me mordía los puños de impaciencia, mirando, a determinadas horas, las idas y venidas de los civiles y los soldados mezclados, pasando y volviendo a pasar por todas las plantas, llenando las galerías con su marcha lenta.
Ya no tenía fuerzas para sustraerme al acoso de las hermanas, que nos metían en la capilla cada domingo. Me estaba volviendo monómano; una idea fija me obsesionaba: huir lo antes posible de esta lamentable prisión. Junto a eso, me oprimía la escasez de dinero. Mi madre me había enviado cien francos a Dunkerque, donde, al parecer, debía encontrarme. Este dinero no llegaba. Y vi acercarse el día en el que no tendría un céntimo para comprar tabaco o papel. Mientras tanto, los días se sucedían. Los de Fréchêde parecían haberme olvidado y atribuía su silencio a mis escapadas, que sin duda habían conocido. Pronto, a toda esa angustia vinieron a añadirse dolores horribles: mal cuidadas e irritadas por los pingoneos que me había corrido, mis entrañas ardían. Padecí tanto que llegué a temer que no podría soportar el viaje. Disimulaba mis dolores, por miedo a que el médico me forzara a permanecer mucho más tiempo en el hospital. Algunos días me quedaba en cama; y luego, como sentía que mis fuerzas menguaban, quise levantarme a pesar de todo y bajé al patio. Sor Angèle ya no me hablaba, y por la noche, cuando hacía su ronda por los corredores y las salas, girándose para no ver los puntos de luz de las pipas que brillaban en la oscuridad, pasaba delante de mí, indiferente y fría, volviendo la cabeza.
Una mañana, no obstante, cuando me arrastraba por el patio y me dejaba caer en todos los bancos, me vio tan cambiado, tan pálido, que no pudo reprimir un gesto de compasión. Por la noche, después de haber terminado su visita a los dormitorios, yo me había reclinado sobre mi almohada y con los ojos completamente abiertos, miraba las luces azuladas que la luna arrojaba por las ventanas del corredor, cuando la puerta del fondo se abrió de nuevo y vi, unas veces bañada en vapores de plata, otras oscura y como vestida de un crespón negro, dependiendo de que pasara delante de las ventanas o delante de los muros, a sor Angèle que se dirigía hacia mí. Sonreía suavemente. «Mañana por la mañana -me dijo- pasará usted la visita de los médicos. He visto hoy a la señora de Fréchêde, y es probable que se marche usted a París dentro de dos o tres días». Doy un brinco y salgo de la cama, mi rostro se ilumina, me gustaría poder saltar y cantar; jamás fui más feliz. El día comienza, me visto, y algo inquieto, me dirijo hacia la sala donde tiene lugar la reunión de oficiales y médicos.
Uno a uno, los soldados mostraban sus torsos llenos de agujeros o cubiertos de pelo. El general se rascaba una uña, el coronel de la gendarmería se abanicaba con un papel, los médicos charlaban mientras palpaban a los hombres. Por fin llega mi turno: me examinan de pies a cabeza, me oprimen el vientre que está inflado y terso como un globo y, por unanimidad, el consejo acuerda concederme un permiso de convalecencia de sesenta días. ¡Por fin voy a volver a ver a mi madre! ¡a encontrar mis cosas y mis libros! ¡Ya no siento ese hierro candente que me quema las entrañas, salto como una cabra!
Anuncio a mi familia la buena noticia. Mi madre me escribe una carta tras otra, sorprendida de que no llegue. ¡Ay! Mi permiso debe ser visado en la División de Rouen. Llega al cabo de cinco días; estoy en regla, voy a buscar a sor Angèle y le ruego que me consiga un permiso de salida antes de la hora prevista para el viaje, con el fin de ir a darle las gracias a los Fréchêde que han sido tan buenos conmigo. Va en busca del director y me trae el permiso; corro a casa de estas excelentes personas que me obligan a aceptar un pañuelo de seda y cincuenta francos para el camino; voy a buscar mi hoja a la Intendencia, regreso al asilo, sólo tengo unos minutos para mí. Me pongo a buscar a sor Angèle a quien encuentro en el jardín y, completamente emocionado, le digo:
-¡Oh! querida hermana, me voy; ¿cómo podré agradecerle todo cuanto ha hecho por mí?» -Le tomo la mano, que ella quiere retirar, y me la llevo a los labios. Se ruboriza. «¡Adiós! -murmura, y amenazándome con el dedo, añade alegremente-: ¡Pórtese bien, y sobre todo, no tenga malos encuentros durante el trayecto!» -«¡Oh! ¡no tema, hermana, se lo prometo!». Llega la hora, la puerta se abre, me precipito hacia la estación, salto a un vagón, el tren se pone en marcha, he dejado Évreux.
El vagón está medio lleno pero, afortunadamente, ocupo uno de los rincones. Acerco la nariz a la ventana, veo algunos árboles desmochados, algunos trozos de colinas que serpentean a lo lejos y un puente cruzando una gran charca que centellea al sol como un trozo de vidrio. Todo esto no es demasiado alegre. Me vuelvo a hundir en mi rincón, mirando en ocasiones los hilos del telégrafo que rayan el azul ultramar con sus líneas negras; cuando el tren se detiene, los viajeros que me rodean descienden, la puerta se cierra, luego se abre de nuevo y da paso a una joven. Mientras se sienta y se estira el vestido, entreveo su rostro bajo el vuelo de su velo. Es encantadora, con los ojos llenos del azul del cielo, los labios manchados de púrpura, los dientes blancos y el cabello del color del maíz maduro.
Inicio la conversación; se llama Reine y borda flores: charlamos como amigos. De repente, se pone pálida y parece que va a desmayarse; abro la ventanilla, le tiendo un frasco de sales que llevo conmigo desde mi salida de París; me da las gracias, no será nada -dice-, y se apoya sobre mi petate para intentar dormir. Afortunadamente estamos solos en el compartimiento, pero la barrera de madera que divide en partes iguales la caja del vagón no alcanza sino hasta la mitad del cuerpo, y se ve y, sobre todo, se escuchan los clamores y las risotadas de los campesinos y campesinas. ¡Habría golpeado de buena gana a esos imbéciles que turbaban su sueño! Me contenté con escuchar las mediocres opiniones que intercambiaban sobre política. Me harto pronto; me tapo los oídos; intento, a mi vez, dormir; pero la frase pronunciada por el jefe de la última estación: «No llegarán a París, la vía está cortada en Mantes» reaparece en todos mis sueños como un estribillo obstinado. Abro los ojos, mi vecina se despierta también: no quiero hacerle compartir mis temores; charlamos en voz baja, me dice que va a encontrarse con su madre en Sèvres. «Pero, -le dije- el tren no llegará a París antes de las once de la noche, no le dará tiempo de llegar al embarcadero del margen izquierdo» - «¿Qué haré -dice- si mi hermano no está en la estación, cuando lleguemos?».
¡Oh, miseria! ¡estoy sucio como un peine y mi vientre está ardiendo! No puedo soñar con llevarla a mi apartamento de soltero, además, antes de nada quiero ir a casa de mi madre. ¿Qué hacer? Miro a Reine angustiado, le tomo la mano; en ese momento el tren cambia de vía, la sacudida la echa hacia adelante, nuestros labios están cerca, se tocan, apoyo los míos con rapidez, ella se ruboriza. ¡Santo Dios! Su boca se mueve imperceptiblemente, me devuelve el beso; un largo escalofrío me recorre la espina dorsal al sentir el contacto de esas brasas ardientes, me siento desfallecer: «¡Ah! ¡sor Angèle, sor Angèle, no puede uno corregirse!».
El tren ruge y rueda sin aminorar la marcha, caminamos a todo vapor hacia Mantes; mis temores son infundados, la vía está libre. Reine cierra a medias los ojos, su cabeza descansa sobre mi hombro, sus pequeños rizos me llegan a la barba y me hacen cosquillas en los labios, agarro su cintura que se dobla y la acuno. París no está lejos, pasamos por delante de los depósitos de mercancías, por delante de las rotondas donde rugen, en medio de un vapor rojizo, las locomotoras en marcha; el tren se detiene, recogen los billetes. Pensándolo bien, llevaré en primer lugar a Reine a mi apartamento de soltero. ¡Con tal de que su hermano no la esté esperando a la llegada! Bajamos del vagón, allí está el hermano. «¡Hasta dentro de cinco días!», me dice con un beso, y el hermoso pájaro emprende el vuelo. Cinco días después yo me encontraba en mi cama atrozmente enfermo y los prusianos ocupaban Sèvres. No volví a verla jamás.
Tengo el corazón oprimido, lanzo un gran suspiro; sin embargo, no es el momento de estar triste. Voy traqueteándome dentro de un simón, reconozco mi barrio, llego ante la casa de mi madre, subo las escaleras de cuatro en cuatro, llamo precipitadamente, la criada abre: «¡Es el señor!» y corre a avisar a mi madre que corre hacia mí, me besa, me mira de los pies a la cabeza, se aleja un poco, me mira otra vez y me besa de nuevo. Mientras tanto, la criada ha desvalijado la despensa. «Debe usted tener hambre, señor Eugène» - «Sí, creo que tengo hambre!»; devoro todo cuanto me ofrecen, me trago los vasos llenos de vino; a decir verdad, ¡no sé lo que como ni lo que bebo!
Regreso por fin a mi casa para acostarme; encuentro mi apartamento tal como lo dejé. Lo recorro radiante, luego me siento en el diván y permanezco allí, extasiado, tranquilo, llenando mis ojos con la contemplación de mis cosas y de mis libros. Poco después me desvisto, me lavo con agua abundante soñando que, por primera vez desde hace meses, voy a meterme en una cama limpia con los pies limpios y las uñas cortadas. Salto sobre el somier que rebota, hundo la cabeza en la almohada de plumas, mis ojos se cierran y bogo viento en popa hacia el país de los sueños.
Me parece ver a Francis encendiendo su gran pipa de madera, a sor Angèle que me mira con una pequeña mueca, luego Reine se acerca a mí, me despierto sobresaltado, me trato de imbécil y me hundo de nuevo en la almohada, pero el dolor de vientre, domado por un momento, me despierta ahora que los nervios están menos tensos, y me froto suavemente la tripa, pensando que ya se ha acabado el horror de la disentería que se arrastra por los lugares en los que todo el mundo hace sus necesidades juntos, sin el menor pudor. ¡Estoy en mi casa, en mi retrete! Y me digo que hay que haber vivido en la promiscuidad de los asilos y de los campamentos para apreciar el valor de una palangana de agua, para saborear la soledad en los lugares en los que uno se baja los pantalones, a gusto.
FIN
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Edgar Allan Poe Cuento Bon-Bon